Los inmóviles: la experiencia de vivir condenados a la exclusión
En
medio del debate por los números oficiales de pobreza e indigencia, la
vida real sigue adelante aunque, para más de 2 millones de argentinos,
siempre está en el mismo lugar. Son los más pobres entre los pobres,
quienes, por la ausencia de políticas de largo aliento, suman ya tres
generaciones de postergación continuada y sin esperanza de ascenso, en
un presente perpetuo que elimina el hábito del trabajo y la posibilidad
de imaginar el futuro. Cómo es sobrevivir allí donde la cuna sigue
siendo destino
No, seño. Yo, ahí, no me pongo.
- Pero, ¿por qué?
-¡Porque me voy a "augar"!
El
diálogo entre la "seño" y la nena (de no más de ocho años) ocurrió a la
vera de una ducha. La mujer le mostraba a la chiquita el chorro amplio y
calentito que la esperaba del otro lado de la cortina y al final de un
día a toda ola y arena en el mar. La nena no quería saber nada, y
acompañaba su empaque con una feroz sacudida de cabeza. No, no y no.
Entonces, la mujer entendió de golpe: ésa era la primera vez en su vida
que aquella nena de ocho años veía una ducha. Agua caliente cayendo de
un caño, como una lluvia privada. Y se asustó, claro. El episodio
ocurrió hace tiempo, durante un campamento de verano en Mar del Plata,
pero si la memoria todavía lo trae de vuelta es porque en esa escena, en
esa conversación de tres líneas, se cifra todo un mundo de falta. De
falta de todo: de calles, de clases, de seguridad, de cloacas, de
duchas, de comida cotidiana. Nena y "seño" eran parte de un contingente
de chicos de la villa 31, en Retiro, que, por intermedio de un grupo
juvenil de apoyo escolar, habían viajado a conocer el mar. Y las duchas,
claro.
Desde algunas certezas que solemos dar por descontadas (la
cama seca, la estufa encendida, las paredes sólidas), a veces se hace
difícil entender algunas cuestiones que para aquellos a quienes los
técnicos catalogan como "pobres estructurales" (los 2 millones más
pobres de los 10 millones que se estima que hay en el país) son lo de
todos los días.
Sus valores, sus prioridades, la mayoría de sus
decisiones resultan para muchos de nosotros francamente incomprensibles.
¿Cómo que pedir un préstamo a tasas usurarias para pagar una deuda o
llegar a fin de mes? ¿Cómo que tener un primer hijo tan joven y antes de
terminar el secundario? ¿Cómo? Así, mientras el discurso políticamente
correcto repasa una y otra vez palabras como "equidad" e "igualdad"
hasta dejarlas relucientes, la realidad brilla bastante menos y se
acerca a decir que no. Que definitivamente no somos todos tan iguales
como nos gustaría escuchar. Que la pobreza -la alimentación deficiente y
la mala calidad de vida, la falta de costumbre en las rutinas del
trabajo, los déficits de estimulación, la vida en presente- se hereda
más que la riqueza, e instala un círculo perverso del que es muy difícil
escapar. Mientras muchos gustan de llenarse la boca con palabras como
"progresar" y "redistribuir", es asomar a la ventana y ver lo otro. Lo
inmóvil, eso sobre lo que en la Argentina -y para variar- hay poca
información: la transmisión intergeneracional de la pobreza (o TIP).
Como se lee en
Transmisión intergeneracional de la pobreza. Una aproximación empírica preliminar para la Argentina a comienzos del siglo XXI,
un estudio de la economista Laura Golovanevsky, de la Universidad
Nacional de Jujuy, a menor ingreso, educación y calificación laboral de
los padres, menor será también el ingreso, la educación y la
calificación laboral de los hijos, cuando sean adultos.
No es
determinismo ni fatalidad: es lo que sucede cuando desde el Estado, como
mucho, hay soluciones simplistas (por caso, transferencia directa de
fondos, como la Asignación Universal por Hijo, que, según algunos
estudios, en muchos casos termina desalentando la búsqueda de empleo)
para problemas que son cualquier cosa menos simples.
De hecho, dos años atrás, en la revista Science se publicó un artículo ("Algunas consecuencias de tener demasiado poco
",
del psicólogo e investigador Anuj Shah, de la Universidad de
Princeton), en el que se analizaba cómo, en estado de carencia, el
cerebro comienza a funcionar de un modo distinto. Tan distinto que fuera
de ese estado de privación se vuelve incomprensible. Por caso, "los
individuos pobres a menudo se involucran en conductas, como el excesivo
pedido de préstamos, que refuerzan su pobreza. Algunas explicaciones
para estas conductas se enfocan en los rasgos de personalidad de los
pobres. Nosotros, en cambio, consideramos cómo algunas conductas se
derivan de tener menos. Sugerimos que la escasez modifica el modo en el
que la gente centra la atención: la lleva a concentrarse más
profundamente en algunos problemas y a descuidar otros". Esto no
implica, desde ya, hacer caer sobre los pobres la "culpa" de su pobreza,
ni pensar en determinismos que los condenarían a ese lugar, sino tratar
de entender por qué -en ausencia de políticas públicas de largo plazo y
que realmente aborden la pobreza en su multicausalidad- millones de
personas quedan petrificadas en un determinado espacio social. Forzadas a
la repetición de acciones idénticas, y que no pueden sino conducir a lo
que conducen. Al fondo del túnel, una y otra vez.
Avanzar en círculos
Margarita
tiene 53 años que no están en su cara, blanca y lisa como un jazmín.
Pero no bien se larga a contar la historia de su vida, medio siglo
parece poco para una vida así de trajinada. Nacida y criada en La Boca,
en una familia de ocho hermanos, ya a los doce tuvo que ir a trabajar.
"No se podía seguir estudiando, había que conseguir plata para la
comida. Entonces, me venía para acá, para el centro, y ayudaba en los
puestos, vendía cositas, lo que fuera. Lo que me diera un mango",
cuenta. Después, lo de siempre: conoció a un chico, se enamoró y tuvo
-ya sola- el primero de sus cuatro hijos. Sólo uno logró independizarse
"y se está haciendo su casita en El Pato. Los otros están todos conmigo,
incluyendo a uno que es discapacitado y anda en silla de ruedas. Cada
uno tiene su pareja y sus hijos, y vivimos todos juntos en el
asentamiento de La Boca", cuenta. Cuatro décadas más tarde, Margarita
sigue fija, en el mismo lugar geográfico (La Boca profunda), pero
también estaqueada en el mismo punto existencial. Sólo que ahora hay,
viviendo con ella, siete personas más en dos cuartos.
Esto es lo
que los expertos denominan "hacinamiento crítico" (cuatro o más personas
en la misma habitación, sin nada parecido al silencio o a la
intimidad), un mal que en este momento afecta -según datos del último
censo nacional- a 1.800.000 personas. Pero no es éste el único problema.
"Cada dos por tres se corta la luz, o hay un cortocircuito y algún
incendio, o sale el agua podrida de abajo del piso o llueve y se inunda
todo, Por eso estoy acá, ayunando en la carpa villera, para pedir que
tengamos gas, luz, asfalto", recita.
Pero eso que ella cuenta se
repite en muchos otros barrios humildes y también en las villas de la
ciudad, como la 1-11-14, donde vive Rosa María. Migrante, separada y
madre de tres hijos en edad escolar, en la casa donde trabaja nunca
contó dónde vive. Ni cómo. "En temporada de lluvia se complica, porque
todo se vuelve un barrial y los chicos no pueden ir al colegio. Los míos
tienen ocho, diez y trece, y yo quiero que sean mejor que yo, que
tengan buenas condiciones de vida. Pero es difícil. El alquiler es muy
caro y tenemos que estar todos en casa temprano porque, si no, el dueño
cierra todo, y dormimos afuera. ¡Y en invierno hace un frío! Gas natural
no tenemos, sólo garrafa, y cada garrafa sale cincuenta pesos. Yo con
los chicos gasto cuatro al mes, y es mucho dinero para mí", dice. "Pero
quiero que mis chicos estudien, que tengan una profesión, que
sobresalgan. Que sean mejores que yo", insiste.
No es la única.
Contra lo que indica el lugar (y el prejuicio) común, para los padres de
los sectores pobres, que sus hijos estudien o dejen de estudiar no es
lo mismo. Así lo confirma Andrés Barsky, sociólogo, investigador y
docente de la Universidad Nacional de General Sarmiento, para quien "en
los sectores más bajos todavía hay una conciencia de que la educación es
un mecanismo de ascenso social. Lo que pasa es que hay limitaciones
estructurales. Por ejemplo: en 2002, venían a la universidad los chicos
en bicicleta y si se la robaban dejaban de venir, porque no tenían plata
ni para el colectivo. Hoy, al haber más trabajo, hay muchos chicos que
consiguen un empleo y desisten. Como sea, volvemos a lo mismo: por
diversos motivos, la universidad se abandona". ¿En qué medida la
necesidad y el corto plazo le ganan a un proyecto de largo alcance, como
es la educación? Los números que aporta Barsky son demoledores: "En
primer año se inscriben 4000 chicos. A fin de año, de todo ese universo
sólo quedan 500", dice.
Pasado presente
¿Cuánto
influye de dónde se viene para saber hasta dónde se llegará? Para los
que nacimos y nos criamos acunados por la parábola sarmientina -y ahí
estaba la escuela, la secundaria y la universidad, pública y de calidad,
para sostener la promesa- poco y nada. Porque si uno ponía dedicación y
constancia, podía obtener un título, por entonces el pasaporte a un
buen trabajo y a mejores ingresos.
Sin embargo, todo eso hoy se
estrella contra la realidad y dice que, para los pobres, superar esa
situación requiere bastante más que buena voluntad. Y que la educación
en la Argentina se parece demasiado a un embudo invertido: muchos en la
base, muy pocos en la cima. Así las cosas, las posibilidades de llegar a
estar un día mejor que los propios padres son, como mínimo, bajas.
Desde
Salta, la economista Maribel Jiménez (docente de la Universidad
Nacional de Salta e investigadora del Conicet) consigna por caso que "el
70% de los hijos de familias pobres también será pobre al llegar a la
adultez. ¿Por qué? Porque el ingreso de los padres determina los gastos
que pueden hacer en la educación y la salud de los hijos cuando son
niños y adolescentes, que son las edades clave para realizar esas
inversiones en capital humano. Todo lo que se haga después, pasado ese
período, será meramente reparatorio", agrega Jiménez. "Lo que me estoy
encontrando en mis investigaciones es la consecuencia de todo eso, que
es un nivel de persistencia del ingreso bastante elevado. Esto significa
que si un padre gana poco, es muy probable que -de adultos- los hijos
de ese padre también ganen poco y sigan siendo pobres."
Cuando se
habla de transmisión intergeneracional de la pobreza se habla
precisamente de esto: de familias atascadas, generación tras generación,
en un mismo mundo grisáceo en donde ayer y mañana resultan
dolorosamente parecidos. Y no es casual, especialmente cuando se lo
escucha al doctor Abel Albino, médico pediatra y creador de Conin
(Cooperadora de la Nutrición Infantil), premiado como el mejor proyecto
en nutrición comunitaria del mundo. Según explica, la pobreza extrema
genera también daños extremos y de largo alcance. En el caso más grave,
"la desnutrición genera debilidad mental, pero es la única que se puede
revertir porque es también la única creada por el hombre. El cerebro es
el órgano que más rápidamente crece. Pesa 35 gramos al nacer y a los
doce meses pesa ya novecientos gramos. Ahí tiene el 80% del peso que
tendrá ese cerebro de adulto. O sea que ese crecimiento gigantesco lo
hace el chico en el primer año de edad. Y en el desarrollo del cerebro,
50% depende de la alimentación y el otro 50%, de la estimulación. Si el
chico se cría en un ambiente chato y gris, con figuras paternas y
maternas desdibujadas -cuando no ausentes-, sin colores, sin música, sin
alegría, no «cablea» su cerebro. Uno cree que un pobre es una persona
igual a nosotros, pero sin plata. Pero no es así: el pobre es pobre en
amigos, en afecto, en alimentos, en historias, en educación, en
introspección, en entusiasmo. Y encima, no tiene plata".
Saber más, poder menos
Nunca,
insisten las autoridades, se invirtió tanto en educación como en estos
años. Sin embargo, basta con ver los resultados obtenidos por los
estudiantes de la Argentina en las pruebas PISA, entre otros
indicadores, para verificar que cantidad y calidad no necesariamente van
pareados. Al respecto, Emilio Tenti Fanfani (investigador en educación y
docente del Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad
Nacional de San Martín) apunta que si bien en los últimos quince años en
América latina la educación se ha vuelto masiva, no todos los
estudiantes "cuentan con iguales recursos familiares y escolares para
avanzar en el aprendizaje, permanecer en la carrera escolar y lograr
certificados y títulos escolares socialmente relevantes".
Margarita
lo traduce así: "Yo no pude estudiar, pero una de mis hijas terminó su
secundario y todo, ¿para qué? Para trabajar en un McDonald's". Es que la
experiencia demuestra que el verdadero salto cualitativo ya no pasa por
un título medio, sino que se corre al paso siguiente, que es el
terciario. Pero incluso mucho antes de la universidad, acceder y
permanecer en el ámbito educativo es "mucho más difícil cuando se es
pobre", afirma Jiménez. "Porque si bien la educación básica en la
Argentina es gratuita y obligatoria, hay costos asociados que no lo son:
libros, útiles, ropa, viajes. Además, los chicos que pertenecen a
familias pobres muchas veces no pueden darse el lujo de demorar su
entrada al mercado de trabajo y la historia de sus padres vuelve a
repetirse. Por ejemplo: en uno de los últimos datos que tenemos,
preguntamos a los encuestados cuál era el nivel educativo de sus padres.
Y siete de cada diez que no terminaron el nivel secundario son hijos de
padres que tampoco lo hicieron."
En el caso de Margarita ella
pudo -ya grande, ya abuela, ya cumplidos los cincuenta- terminar la
primaria y ahora espera completar un "bachillerato popular para
adultos". A través del plástico turbio que corona la carpa, se ve el
cielo y el mismo sol enfermo de cada junio. Entonces, Margarita, de
golpe, parece recordar algo. "¿Sabés? Yo desde que era chica soñaba con
mudarme para acá. A un departamento lindo, en pleno centro. ¡Y mirá cómo
vine a cumplir mi sueño!", dice y se ríe. Mira hacia el techo
transparente y el Obelisco la mira a ella. Desde arriba. Como todos.
Como siempre.
De la pobreza a la psicología de la urgencia
Marcela
vive con tres hijas y una nieta de dos años en una casita -mitad de
madera, mitad de material- que heredó de sus padres. Trabajo tiene,
"pero no me alcanza para nada. Yo cobro la asignación nada más que por
las dos nenas más chicas, y se me va todo en los pañales y la leche para
las bebas. La macana es que me metí con lo de los créditos y vivo
ahorcada siempre porque los intereses te matan", explica.
Traducción:
a fines del año pasado, cuando, según cuenta, "ya no llegaba ni al día
20 y necesitaba sí o sí mercadería", Marcela sacó un préstamo que
todavía está pagando y que -hechas las cuentas- la puso a pagar casi dos
veces el monto pedido. Sacó entonces otro préstamo para pagar el
anterior, y hoy -si no fuera por la ayuda de su prima y otros
familiares- no podría ni pagar la luz.
Según el sociólogo Ariel
Wilkis, experto en economía popular y autor de Las sospechas del dinero
(Paidós), el caso de Marcela no es la excepción. "El dinero que antes se
conseguía endeudándose o pidiendo fiado en los negocios del barrio, hoy
proviene de una suerte de «lado B» del sistema financiero que
inmoviliza a los más vulnerables en ese lugar de deuda permanente",
comenta. "Sin lugar a dudas, ser pobre es algo caro. Lo que pasa es que
la opción es endeudarse a tasas usurarias o no consumir. Digamos que no
hay elección, entonces lo que se hace es resolver en el corto plazo el
problema del día", concluye.
Coincide Andrés Barsky, de la UNGS:
"Los sectores más humildes tienen otras temporalidades y otras urgencias
que quizá alguien, desde la clase media, no entiende. La clase media
planifica, organiza, proyecta. Pero las clases más bajas tienen que
atender otra clase de demandas muy concretas del vivir y del alimento, y
de sobrevivir en plazos mucho más cortos. Lo que reina es el
cortoplacismo. Tienen que resolver el día a día. Les pasa de todo, y
todo muy rápido. Es como si vivieran muchas vidas en una sola".
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Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1698886-los-inmoviles-la-experiencia-de-vivir-condenados-a-la-exclusion