miércoles, 10 de junio de 2015

Tecnología y trabajo en la Oficina Publica Saludable

Tecnología y trabajo

Tecnología y trabajo

Por Tomás Buch

Ni la ciencia ni la tecnología son éticamente neutras, su relación con el Poder es cada vez más evidente, desde las fuentes de financiamiento para investigación, hasta el uso dado al producto de la misma. Es hora de invertir en una ciencia autónoma que se concentre en resolver las necesidades de la población.
 
Dr. en Química Física y Tecnólogo. Prof. Tit. de la U.N.R.N, y ex profesor de la U.B.A, U. de Chile, Inst. Balseiro, U. de Paris VI, UN Comahue. Asesor de I.N.V.A.P SE


Ciencia es saber, y es una frase hecha la de que el “saber da poder”. Por lo tanto, la Ciencia da Poder.
Tanto “poder” como “saber” son a la vez sustantivos y verbos, detalle que no deja de tener su importancia semántica si tratamos de relacionarlos. El ansia de poder (sustantivo) es una enfermedad de ciertos habitantes del mundo entero, y una enfermedad adictiva en la mayoría de los políticos.


El poder (verbo) es una condición imprescindible para la vida, tanto individual como social. El saber (sustantivo) es cierta relación con los hechos, comprensión, encuadre en una cosmovisión más amplia, una relación que se asemeja a una posesión en un nivel mental. De modo que entre poder y saber (sustantivos) hay una relación semántica y semiótica, casi un juego de palabras.


Saber y Poder forman una dupla ambigua, porque el poder lo es, y el saber tiene muchos orígenes. Se puede tener poder sobre otros y se necesita poder para manejar su situación material o espiritual, para mejorarla o para empeorarla. Para ayudar al Otro también hace falta poder hacerlo. Es esta ambigüedad o polisemia de la palabra la que, muchas veces, nos conduce a la confusión.


Poder (sustantivo) es la capacidad de obligar a otro a doblegarse a nuestra voluntad. Esta definición es brutal, pero no especifica si esa voluntad es éticamente buena o mala. De todos modos, qué es lo éticamente bueno o malo es, a su vez, un problema social e histórico. Aberraciones de otrora están fuera de uso, pero hemos descubierto nuevas aberraciones, algunas con ayuda de la ciencia.


Junto con la Ciencia –el saber– viene la Tecnología –el saber hacer–. También aquí se pone de manifiesto la ambigüedad, ya que algunas de las tecnologías son ejercidas sobre el Otro y otras lo son para el Otro. Este hecho se confunde cuando se debate sobre “la” tecnología –una entidad abstracta inexistente–. De tal modo, aparece frecuentemente que los aspectos positivos de la artificialidad –el ejemplo más evidente es la medicina– se dan por sobreentendidos cuando se lucha contra sus aspectos negativos, en especial las armas modernas de todo tipo y el derrotero peligroso que está tomando la historia humana. Este derrotero, a su vez, proviene del aparente dominio sobre las fuerzas naturales, que sólo es aparente y, veámoslo o no, amenaza nuestra supervivencia como especie, así como ya ha desencadenado una extinción masiva de otras especies.


La violencia es también una atribución del poder. Existe una cultura de la violencia que, desgraciadamente, se está difundiendo por el mundo, alentada por una situación histórica en la cual las tecnologías desempeñan un papel no menor.


En enorme medida la ciencia es éticamente ambigua, ya que en ella se basan las armas más sofisticadas así como los impresionantes avances de la medicina. También la superpoblación del planeta, que es uno de los mayores peligros que nos acechan.


La relación entre Ciencia y Tecnología está sujeta a polémicas de corte más bien epistemológico. Aquella entre la Ciencia y el Poder está aún más oculta: se supone que la ciencia estudia la estructura y la naturaleza de los objetos de la naturaleza, únicamente en relación a su interés intrínseco, en pos del ansia de conocer, cada vez más en detalle, la estructura y el funcionamiento del mundo en que vivimos.


En cambio, la relación entre algunas tecnologías y el Poder es evidente, sea este económico, político o militar. Esto fue así desde siempre, ya que una espada o una honda o aun un palo esgrimido o una piedra arrojada con un propósito consciente es un objeto tecnológico. Pero nunca como ahora, en que muchos objetos tecnológicos son tan complejos que su funcionamiento depende esencialmente de un conocimiento profundo de las fuerzas que lo hacen funcionar, lo cual implica, necesariamente, a la Ciencia en el problema del Poder. Esto se aplica a todas las ciencias: la física da lugar a las armas nucleares, y la sociología, a la manipulación mediática. Además, están desapareciendo los límites entre las ciencias “básicas” (inaplicables, por lo menos en principio) y sus aplicaciones tecnológicas. Hay fuerzas armadas que financian trabajos de ciencia aparentemente básica y publicable, pero la misma fuente de financiamiento muestra su falta de neutralidad.


Hay muchos epistemólogos que opinan que la ciencia es éticamente neutra, y que son sólo sus aplicaciones las que caen bajo la consideración de la ética o de la moral. Invocan para ello el “libre albedrío” –esencial libertad de actuar en un sentido o en otro, o de no actuar–. Sin embargo, el “libre albedrío” nunca es realmente libre. El humano, como ser social, está condicionado desde la cuna a considerar ciertas conductas como buenas o malas, y la existencia o no de una moral universal es un debate no resuelto, viejo como la filosofía misma. El problema acerca del libre albedrío se asocia con la estructura social y la cultura. No es el menor de los problemas cuando se trata de imponer hábitos de una cultura a otra –o de encontrarnos con costumbres que nos resultan inaceptables–.


La misma neutralidad ética se plantea acerca de la tecnología, pero es evidente que ni la ciencia ni –más obviamente– la tecnología son éticamente neutras. Un arma no es jamás éticamente neutral, aunque sólo se la use para defenderse. En lo referente a las diversas tecnologías ello es evidente. Hay tecnologías benéficas –la anestesia es un ejemplo– y las hay maléficas –las armas que se usan en la actualidad son cada vez más complejas, y están empezando a excluir aún al hombre de su funcionamiento efectivo–. Y hay tecnologías de uso púdicamente llamado “dual”, que tal vez sean la mayoría.


En otros tiempos –hasta mediados del siglo pasado– la ciencia era sobre todo conocimiento de la naturaleza y del hombre, de sus mecanismos más sutiles –y del funcionamiento de artefactos que se conocían anteriormente y se utilizaban con mucho conocimiento empírico–. Históricamente, las tecnologías fueron anteriores a la ciencia que les daba fundamento, hasta que, en el contexto del capitalismo moderno, surgió la ciencia aplicada y luego lo que se suele denominar “la gran Ciencia” –una especie de industrialización de la investigación científica que comienza con fuerza durante la Segunda Guerra Mundial– que, obviamente, no era éticamente neutra. Con el Proyecto Manhattan, precedido por la “fábrica de inventos” de Edison, nace la aplicación cada vez más acelerada de la ciencia a los proyectos industriales y militares, que se reduce a unos pocos años o guía a las investigaciones científicas mismas –como ocurre con la bio y la nanotecnología–.


Los nuevos desarrollos tecnológicos hubieran sido imposibles sin la comprensión científica de sus fundamentos, y la ciencia comienza a ocupar un nuevo papel en la cultura: de conocimiento puro, pasa a desempeñar un papel cada vez más central en el desarrollo tecnológico –y tecnología es poder, y ahí no hay neutralidad ética que se pueda invocar, porque la tecnología es esencialmente finalista, y todo objeto tecnológico se crea con un objetivo a la vista–. Así, la ciencia comienza a relacionarse cada vez más con el poder en la medida en que resulta aplicable con cada vez más inmediatez a los fines militares o industriales. Así es como va alejándose del saber “puro”.


Actualmente desempeña un rol fundamental en la superioridad tecnológica de los países más adelantados, y ese hecho le da poder y a la vez desnaturaliza su esencia. Desde sus comienzos la ciencia “pura” fue de conocimiento público, sólo cuestionado por las iglesias si contradecía su “Verdad” relevada, pero la “privatización del conocimiento” es un dato de nuestro tiempo y puede ser el fin de la ciencia que conocemos.


No hay, pues, tecnología éticamente neutral. A veces se afirma que sí, y que todo el dilema ético reside en el uso posterior que se dé a cada objeto tecnológico: si la rama recogida del suelo sirve para bajar una fruta del árbol o para hundirle el cráneo a un colega.


El tema de la neutralidad ética de la ciencia es bastante más complicado. El argumento de la presunta neutralidad ética de la tecnología es fácilmente refutable, porque toda tecnología tiene una finalidad precisa –aunque algunos productos químicos son ambivalentes y pueden servir para proteger una cosecha o para asesinar a sus cultivadores–. Pero el caso de la ciencia es más complejo porque un conocimiento científico es a priori –aunque en apariencia– éticamente neutral, y todo depende del uso que se le dé. Pero muchas veces hay razones para sospechar –en los tiempos actuales las sospechas son bastante obvias, en función de los orígenes de los cada vez más importantes fondos necesarios para “hacer ciencia”, ya que se alimenta de una poderosa y costosa tecnología instrumental–.


Una de las ambigüedades acerca de la neutralidad ética de la ciencia actual proviene de sus fuentes de financiamiento. Las grandes empresas monopólicas y las fuerzas armadas de los grandes países suelen financiar a grupos universitarios, sin limitaciones aparentes acerca de la publicación de sus resultados. Pero ese financiamiento siempre despierta sospechas. Hay numerosos descubrimientos aparentemente básicos en ciencias –en todas las ciencias, tanto las “duras” como las sociales– que resultan tener aplicaciones vinculadas al Poder.
Hay denuncias sobre casos en los que grandes universidades de excelencia dependen en gran medida de este tipo interesado de financiamiento, lo aceptan y quedan condicionadas en su independencia: el caso es frecuente en los Estados Unidos, donde las universidades dependen en gran medida del financiamiento privado. Esta es la sujeción de la Ciencia al Poder.


Seguramente, la mayor parte de las investigaciones de este tipo se desconocen, y aquellas de cuya existencia se tiene conocimiento, están en camino de hacer desaparecer la ciencia como actividad humanística para transformarla en una herramienta del poder: del poder político y militar y del poder económico de las grandes empresas. Allí quedará claro que ya no hay ciencia éticamente neutral, salvo tal vez los temas más esotéricos de la cosmología.


He aquí la relación actual entre poder y ciencia. Hay más: la ciencia se ha transformado de una actividad puramente intelectual en una fuente de trabajo y de ganancias. Los países se enorgullecen de sus hombres de ciencia, aunque muchos de los mejores hacen sus trabajos en otros ambientes, más preparados para aprovechar económicamente sus resultados. En otros casos, se quedan en sus menos favorecidas patrias pero trabajan subvencionados por entidades extranjeras. De este modo, los países desarrollados obtienen conocimientos científicos a bajo precio, porque, en general, se trata de resultados que requieren un nivel de desarrollo que no hemos alcanzado para que sea posible –o deseable– su aprovechamiento local.


Es falso que las potencias desarrolladas tengan interés en ayudar al avance de los más pobres, y esto también tiene que ver con la ciencia. Un obstáculo al avance económico de los países medianos está en el sistema de patentes que permite patentar moléculas –por ejemplo, sustancias naturales de las selvas latinoamericanas, que presenten una posibilidad de aprovechamiento oneroso para los usuarios–. El tema del patentamiento y el de la esterilidad de las semillas transgénicas son un ejemplo nefasto del uso del poder y el saber juntos, en detrimento de los productores que caen en una verdadera servidumbre de las empresas multinacionales del agro, cuyos logros tecnológicos son indiscutibles pero cuya política comercial es funesta y siniestra. Esto es la ciencia al servicio del poder, y el poder al servicio de ganancias crematísticas astronómicas.


Los ejemplos no faltan, aunque sean menos malignos. El reciente descubrimiento experimental de la existencia del ansiado y misterioso Bosón de Higgs es un logro de la ciencia “pura” pero se basa en la inversión de decenas de miles de millones de dólares en el formidable objeto tecnológico que es el LHC, da trabajo a miles de técnicos y profesionales y seguramente originó docenas o centenares de innovaciones tecnológicas. La contraparte es el reactor experimental de fusión ITER, cuyo presupuesto es de 15.000 millones de dólares. Contraparte porque, en este caso, los problemas encarados son tecnológicos y no científicos, y no hay argumentación teórica sino la búsqueda de una nueva fuente de energía.


¿Qué pasa con la ciencia y el poder en un país mediano y medianamente desarrollado como el nuestro? Durante décadas la Argentina –o los argentinos– ha dado al mundo importantes conocimientos y desarrollos en las ciencias y tecnologías médicas. Desde Bernardo Houssay hasta César Milstein y desde Luis Agote hasta René Favaloro trabajaron en el país o fuera de él, pero con una preparación académica previa de suficiente calidad como para competir en los mejores puestos. En los años ’50 se crearon –mediante decisiones del poder político– varias instituciones de investigación científica y de desarrollo tecnológico, como la CNEA, el CONICET, el INTI, el INTA y la Fábrica Militar de Aviones, que fueron más desarrollados posteriormente. Se obtuvieron resultados científicos importantes pero de impacto económico poco significativo. Era evidente que no podíamos competir con la industria del Norte, aunque aviones argentinos realizan misiones de vigilancia en nuestras fronteras.


La industria privada argentina nunca quiso invertir en investigación y desarrollo (I+D) de productos tecnológicos “vendibles”, y el Estado recién ahora está despertando de un letargo de décadas en que hablaba dormido de la importancia de la ciencia y las tecnologías asociadas mientras veía pasar una oportunidad tras otra sin usar su poder para impulsar el saber ni el saber hacer.


¿Cuáles son nuestras perspectivas actuales? Tenemos un Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, se ha aumentado mucho el presupuesto para ciencia y desarrollo tecnológico, se ha repatriado a centenares de científicos que habían huido ante la falta de interés del gobierno y la incomprensión total de la sociedad. Ahora se promociona la ciencia y la tecnología ante la opinión pública con eventos como Tecnópolis… Por primera vez, estamos produciendo en el país sistemas complejos exportables, como satélites y radares, por decisión del gobierno nacional. Con ello, el gobierno no solamente demuestra una gran confianza en el sistema C&T nacional, sino que ha reconocido que no basta con nuestra base agropecuaria exportadora ni con otras actividades extractivas para hacer un país digno de vivir en él, que ya tiene más de 40 millones de habitantes. Además, nuestras actividades tradicionales están cada vez más mecanizadas de modo que expulsan gente en lugar de ofrecerles la manera de vivir dignamente; ni siquiera alcanza con una nueva versión de la industrialización por sustitución de importaciones, sino que es imprescindible exportar productos más complejos y de mayor valor agregado si no queremos lanzar a nuestros trabajadores al vacío de una crisis mundial de final incierto y desconocido. Lo hacemos con maquinaria agrícola avanzada y con algunos productos de la biotecnología, con equipamiento nuclear y tal vez pronto con radares. La intención de volver a constituir un equipo de I+D en la recuperada YPF (equipo que fue deliberadamente desmantelado antes de la privatización de la empresa durante el menemismo) es digna de aplauso y de apoyo. A pesar de que no abundan las ideas totalmente originales en ningún campo aplicado, así como las hay en ciencias. Pero no debemos expulsarlos sino usar el poder para estimular el saber, y no sólo en las áreas menos rentables o totalmente teóricas. Hay campos de acción para una industria de alto valor agregado, aunque no haya una política expresa que vaya más allá de la sustitución de importaciones, estas restringidas artificialmente en detrimento de algunos sectores.


En el campo nuclear, el reactor CAREM ha sido diseñado en la Argentina y patentado internacionalmente en 1985, en una época en que era un proyecto de avanzada mundial. Ha sido necesario que pasen 25 años para que el Estado se decida a construir un prototipo, y ahora ya no es la novedad, la patente expiró y varios compiten en un campo que hubiese podido ser nuestro desde el comienzo. Parece que tuviéramos un talento especial para dejar pasar una oportunidad tras otra.


Algo similar pasa con el aprovechamiento de las energías no convencionales, como la eólica, campo en el que también tenemos desarrollos originales que podrían estar compitiendo en el mundo, pero que no han sido capaces de estimular siquiera el uso de la fabulosa energía eólica de nuestra costa patagónica, que tiene los mejores vientos del mundo para su aprovechamiento, sin que muchas torres molesten a nadie. Las pocas que hay no hacen un aporte significativo. Algo semejante sucede con la energía fotovoltaica, que se usa aisladamente aquí y allá, que en el mundo crece a razón de 30% anual acumulativo, y cuya tecnología sabemos aplicar a nuestros satélites, pero que no se fomenta en escala significativa para el hambre de energía del país. Este es un caso en el que el saber no pudo movilizar el poder –o donde los petroleros fueron más fuertes–. Si los petroleros, en cambio, trabajan para el país y no para consorcios extranjeros que invierten en cualquier parte menos aquí, se podrán encontrar –es un ejemplo– métodos más limpios de extraer gas de esquistos.


Dentro de este esquema, podríamos hacer más aún. Porque en un sistema capitalista, el Estado puede aprovechar nacionalmente su importante poder de compra, y puede ser el financista y el estímulo a la inversión privada, cosa que aún no ha tenido el éxito deseado o no ha sido hecho con los métodos adecuados. En este sentido se debe mencionar el papel desempeñado por la CNEA en los años ’60, cuando la institución desarrollaba tecnologías que luego eran entregadas para su explotación a la industria privada, tan reacia, ella, a invertir en buscar nuevos horizontes.


Estamos en un mundo cada vez menos solidario y más despiadado, y quisiéramos estar entre los sobrevivientes, ya que no habrá vencedores en la lucha eco-eco que está sobre nosotros –eco = economía y eco = ecología–. En esas circunstancias se hace imprescindible romper con las ligaduras que aún nos atan a los países más desarrollados (que no necesariamente serán los mejores sobrevivientes) y reemplazarlas con poder que emana del saber –coaligado con el de los países hermanos–. Porque también se dará vuelta el dicho que encabeza esta nota: no sólo el saber da poder, sino que, para adquirir saber, se necesita poder, contradiciendo lo que dijimos al principio. Y se necesitará cada vez más.


Fuente:http://www.vocesenelfenix.com/content/tecnolog%C3%AD-y-trabajo

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