martes, 1 de julio de 2014

La evolución de la conciencia y la Oficina Publica Saludable

La evolución de la conciencia

 

 José Luis Díaz
Facultad de Medicina, UNAM

“La Materia manifiesta la propiedad de entrarse en agrupaciones cada vez más complejas y al mismo tiempo cada vez con más aumento de consciencia.”
Teilhard de Chardin
El fenómeno humano
Sentir y sentido
El tratamiento evolutivo de la conciencia es viable porque esta es una facultad mental dependiente de dos características básicas de la naturaleza viva: la excitabilidad y la sensibilidad. La excitabilidad se refiere a la propiedad de los vivientes de activarse por estímulos de su medio y tiene dos facetas, una objetiva en referencia a la puesta en marcha de procesos fisiológicos por la estimulación medioambiental, y otra subjetiva a la detección de esa estimulación y la afección subsecuente. La misma dicotomía puede plantearse en el caso de la sensibilidad, pues es posible medirla de manera objetiva como respuesta patente a los estímulos o bien plantear su faceta subjetiva si consideramos posible una acción consciente que desencadena la estimulación. En estas dos capacidades de excitabilidad y sensibilidad se funda la conciencia viviente la cual viene a tomar un cariz funcional que se cristaliza al deducir que la excitabilidad y la sensibilidad, aunque implican mecanismos fisiológicos de entrada y salida de la información que en los organismos superiores se manifiestan como percepción y conducta, están íntimamente ligadas y acopladas desde los unicelulares por mecanismos sensitivo-motores. En efecto, la detección y la reacción a los estímulos caracterizan la reactividad al medio de la materia viva y la proveen no sólo de propiedades de activación y respuesta, sino de sentido. La idea de sentido como carácter correspondiente de la conciencia implica no sólo que la respuesta o la acción de los vivientes tiene dirección y objetivo, sino también que entraña señalización intra e inter-corporal. De esta forma, desde la naturaleza misma de su estructura y actividad, los organismos vivos y los fenómenos vitales sientan las bases para detectar y responder a los estímulos de manera adecuada a ellos proveyendo a la acción de un sentido adaptativo, factor elemental e indispensable de la evolución darwiniana.
La conciencia no tiene que tener una función adaptativa por sí misma más allá o independiente de las funciones nerviosas y conductuales con las cuales está ligada o unificada, como lo manifiesta un notable conjunto de ensayos filosóficos y psicológicos sobre la evolución de la conciencia que hace una década ha compilado James Fetzer (2002) en un volumen de la serie Advances in Consciousness Research. Esto es particularmente congruente si, siguiendo y actualizando al filósofo sefardita Baruch Spinoza, declaramos un monismo mente-cuerpo como aspectos de una realidad única (Díaz, 2007). Más aún: la conciencia tampoco es una propiedad independiente de la mente, sino intrínseca a ella; no es algo fuera del conjunto de actividades cognitivas, afectivas o volitivas que procesan información y que resultan en comportamientos adaptativos, sino el posible carácter fenomenológico de tal conjunto. Como veremos pronto, somos sucesores de organismos unicelulares cuyos receptores se combinan con sustancias del medio para afectar la locomoción. En su libro Darwin’s dangerous idea, Daniel Dennett (1996), el filósofo cognitivista de notable erudición científica, pregona lo siguiente en referencia a los mecanismos biológicos básicos:
Una pequeño retazo de maquinaria molecular impersonal, irreflexiva, robótica y sin mente es la base última de toda agencia, y por ello significado, y por ello conciencia, en el universo.[1]
¿En qué momento o periodo evolutivo se pasa de la inconsciencia a la conciencia y cuáles son sus requerimientos? Pregunta de difícil respuesta, pero no tanto como la formulada por el propio Charles Darwin en 1838 con su habitual tino y audacia: “¿cómo empieza la conciencia?”[2] Para abordarla es necesario hacer distinciones de orden y grado. Una distinción inicial se refiere a una conciencia básica o primaria, la capacidad de sentir, y la extendida o de alto orden, la capacidad de saber. Para Antonio Damasio (2000) el núcleo de la conciencia es el sentir y se refiere a notar, detectar, advertir y experimentar afectivamente un proceso vital; lo que denomina feeling of what happens, en tanto que saber implica tener información disponible para la acción. Aplicar estas distinciones a las diversas especies animales implica discernir entre seres o criaturas sintientes y seres o criaturas sentientes. Los seres sintientes son capaces de sentir y muestran excitabilidad, sensibilidad y sentido, en tanto que los seres sentientes agregan a estas capacidades la de saber, por lo que muestran señalización comunicante, cognición, mapeo y representación. La sentiencia de estos últimos implica capacidades para asir la realidad, resolver problemas, aprender, almacenar información, asociar causas con efectos y comunicarse mediante conducta. Tales capacidades tienen como fundamento para el filósofo donostiarra Xavier Zubiri (1980) una propiedad vital que llama suscitación y que no equivale a la simple excitación fisiológica que depende de estructuras especializadas, sino al hecho de que la excitabilidad y la sensibilidad establezcan la posibilidad de que el animal entero adopte una cierta conducta de acuerdo a circunstancias cambiantes del medio. Esto es algo muy cercano a la noción de sentido al unificar excitación con respuesta en un organismo íntegro y en razón de su circunstancia o, para decirlo zubirianamente, de su realidad.
Ahora bien, en relación a los seres sentientes, es posible discernir aún más entre un saber no proposicional, cuando la información no está codificada en forma de lenguaje,[3] y un saber proposicional recopilado en un sistema simbólico. En su libro La evolución de la conciencia el británico Euan MacPhail (1998) llega a una conclusión que el famoso psicólogo soviético Lev Vygotsky había adelantado y que tiene como antecedente remoto al propio Descartes; a saber, que la aparición del lenguaje coincide en la filogenia y en la ontogenia con la aparición de un tipo de pensamiento que estos y otros autores identifican con la conciencia. Probablemente MacPhail no privaría a los animales de conciencia en su aspecto de sentir, pero sí de conciencia en forma de saber, pues no realiza una distinción entre el saber proposicional o declarativo y el no proposicional.
Conviene detenerse un poco más en estas distinciones para poder aplicarlas mejor al análisis evolutivo que seguirá de la conciencia. La separación entre sentir y saber pude quedar más clara si la referimos mediante dos términos de larga estirpe en el latín: qualia y quid. La propiedad subjetiva de qualia (literalmente cualidad) ha sido profusamente analizada en la filosofía de la mente (Nagel, 1976) y se refiere a la manera como se siente o se nota el tener una experiencia y usualmente se ejemplifica con la forma, en buena medida inefable, de cómo se siente un dolor, se percibe un color o se vive una emoción. El quid, también un término tomado de la filosofía escolástica que podría traducirse por esencia o eseidad, es el contenido de información que se procesa de manera consciente: lo que una criatura percibe, siente, cree, piensa, imagina, sueña, recuerda, quiere, elige, expresa o comunica.[4] Si bien quid y qualia están relacionados, al grado de que algunos autores consideran que contenido y cualidad son una y la misma cosa, para fines de análisis es conveniente hacer una distinción entre ellos. En referencia al origen evolutivo de la conciencia como una capacidad psicológica de actividades fisiológicas y particularmente nerviosas, la noción de qualia requiere ser entendida como el aspecto subjetivo y cualitativo de un cuerpo viviente en progresión evolutiva hasta el Homo sapiens, en cuyo caso la cualidad de la experiencia subjetiva debe estar en relación con la materia y estructura mismas del cerebro humano (Cairns-Smith, 1996). Por su parte, el quid puede ser útil para argumentar que la conciencia confiere una ventaja adaptativa patente porque la detección, la experiencia y la representación subjetivas de objetos, eventos y sujetos son claves para advertir, incorporar, descifrar y modificar el medio ambiente natural y social. Esto es así porque el procesamiento consciente es el aspecto subjetivo de una capacidad cerebral que está encarnada en el cuerpo y este embebido en un medio ambiente dinámico mediante un intercambio sensitivo-motor de información.
Dado que no es posible observar o medir objetiva y directamente la conciencia, para inferir el grado y tipo de conciencia en las especies animales durante el desarrollo filogenético se esgrimen dos indicadores, uno neurofisiológico y el otro comportamental. En términos generales se considera que el grado de desarrollo del sistema nervioso central provee de un índice indirecto del nivel y tipo de inteligencia y de conciencia. Veremos en este escrito que el supuesto es en principio verosímil, pero que hay problemas serios para escoger un indicador apropiado y aplicarlo de manera linear. Además de las características neurofisiológicas que permiten colegir ciertos elementos de la conciencia animal de forma comparativa entre especies, tenemos otro índice muy provechoso en la conducta, aunque también un tanto incierto. David Edelman, Bernard Baars y Anil Seth (2005) han reportado que la evidencia de la conciencia animal se ha basado en estudiar posibles sustratos anatómicos y correlatos fisiológicos de estados conscientes pero agregan que la investigación debe incluir la valoración de comportamientos consistentes con ellos. Todo esto nos mueve a bosquejar sobre la conducta.
En su aspecto más objetivo la conducta está constituida por pautas de acción de sistemas vivientes que se presentan desde los organismos unicelulares[5] y que integran las capacidades de excitabilidad y sensibilidad en una respuesta motriz con sentido adaptativo. En los organismos superiores el término de conducta se refiere a series de pautas espaciotemporales de actividad muscular cuyos constituyentes elementales son contracciones o estiramientos musculares que integran un proceso emergente de movimientos y actos necesariamente correlacionados con actividad fisiológica tanto del sistema nervioso central como del musculo-esquelético y necesariamente en interacción adaptativa con las cambiantes condiciones del medio (Díaz, 1985). Como sucede con la conciencia, es preciso postular y considerar que la conducta surge de pautas de actividad nerviosa o corresponde con ellas, pero existen severas dificultades para dilucidarlas. Además, sucede que una descripción física del movimiento corporal necesario en la expresión conductual es insuficiente e insegura para inferir conciencia, a pesar de que el comportamiento psicológica y evolutivamente más significativo es aquél movimiento corporal organizado y diferenciado que expresa emociones, motivaciones, representaciones, deseos, intenciones, objetivos y significados ligados a la conciencia. Y si bien no es fácil establecer cuales comportamientos expresan estados o procesos conscientes y cuales no lo hacen, la asociación general de ambos en la escala filogenética y la relación de los diversos niveles de conciencia con la capacidad y expresión de la conducta, permite postular que a mayor grado, destreza, expansión y flexibilidad de la expresión conductual en una especie, mayor capacidad de procesamiento de información consciente (Díaz, 2007). Esta asociación general puede ocurrir también entre la capacidad cerebral y la conciencia, pero no se trata de una relación simple como sería el volumen o el peso del cerebro o la cantidad de unidades o pautas de comportamiento como indicadores de capacidades conscientes.
Irene Pepperberg, una investigadora que ha estudiado por décadas las capacidades lingüísticas y numéricas de los loros, ha afirmado que las diversas especies exhiben diferentes niveles de conciencia en referencia a sus nichos ecológicos y diferentes rangos o extensiones de conciencia en referencia a situaciones particulares, como los humanos que muchas veces no necesitan estar atentos para responder a estímulos conocidos o controlar conscientemente su conducta en una situación bien aprendida. Pepperberg propone que los animales muestran una conciencia perceptual en el sentido de que se percatan de algunos procesos de información. La conciencia dependería de ciertas habilidades cognoscitivas, pero no se restringe a ellas de tal forma que las homologías o convergencias en la función cerebral a través de diferentes taxa desembocarían en una convergencia respecto a la conciencia (Pepperberg y Lynn, 2012). Esta brillante inferencia de evolución convergente de la conciencia vendría bien en referencia a capacidades comunes a las diferentes especies, pero no funcionaría adecuadamente para elucidar diferentes capacidades cognitivas y presumiblemente subjetivas entre ellas.
Ahora bien, aunque las propiedades elementales de la vida se presentan desde los organismos unicelulares y se acrecientan conforme la organización biológica se hace más elaborada hasta engendrar sistemas nerviosos y cerebros de complejidad creciente en organismos con capacidades motrices y expresivas cada vez más complejas y refinadas, la pregunta de si la conciencia es inherente a todo sistema que las presenta o se restringe a ciertos grados o niveles de elaboración se vuelve central no sólo al cuestionar sobre la evolución o el origen de la conciencia, sino sobre su naturaleza misma.
Veremos ahora que la reflexión sobre las propiedades vitales requeridas para la conciencia, particularmente las nerviosas y comportamentales, provee de una plataforma de análisis fértil para abordar tan difíciles cuestiones. Volvamos entonces la mirada al nivel elemental de la materia viva para analizar en la siguiente sección ciertas funciones de seres unicelulares móviles que resultan muy ilustrativas para preguntarse si se trata de organismos autómatas simplemente sensores o bien si tienen destellos infinitesimales de sensibilidad. A partir de esta raíz será un interesante desafío el trepar por el árbol filogenético de la conciencia.
Autómatas o sintientes
El paramecio es un organismo unicelular que visto al microscopio despliega con desenvoltura las propiedades fisiológicas anotadas arriba de excitabilidad, sensibilidad, sentido y señalización.[6] La reacción más evidente de esto es la quimiotaxis, el movimiento derivado de la detección de solutos en su medio acuoso y dirigido en un sentido adecuado, sea de aproximación o de evasión, que manifiesta esa animación sugerente de conciencia que le adjudicamos sin mayor reflexión a los vivientes móviles. Ahora bien, se conocen en detalle los mecanismos celulares, en particular los que involucran a la membrana, responsables tanto de la detección mediante receptores como del movimiento de los cilios y la señalización molecular intermediaria entre ambos. Desde el punto de vista de la fisiología no sería necesario postular un procesamiento consciente con lo cual la explicación de las propiedades reactivas haría del paramecio un simple sensor de solutos metabólicamente acoplado a una actividad de los cilios: un autómata unicelular inanimado. No habría necesidad de plantear la pregunta de si acaso el paramecio tiene un primordio de conciencia si no fuera porque algo parecido puede decirse de una experiencia tan consciente como es el dolor humano, cuya fisiología está bastante dilucidada desde los receptores hasta la conducta sin que esto involucre o explique la conciencia del dolor. Stuart Hammeroff (1998) defiende que el paramecio pueda tener algo de conciencia porque, según su polémica hipótesis cuántica, tiene un equivalente de sistema nervioso en los microtúbulos que integran su citoesqueleto. Esta explicación no parece convincente porque el citoesqueleto no parece ejercer funciones de señalización o representación y si aquí menciono un posible sentir parameciano es porque este organismo muestra capacidades fisiológicas elementales que ligamos a la conciencia en los seres vivientes, incluida una forma elemental de memoria al demostrarse que puede aprender a discriminar entre diversos niveles de luminosidad (Armus et al., 2006). Sería en el procesamiento total de información metabólica y relación de sentido con el medio donde habría que buscar una interpretación de este posible rasgo, y no en algún organelo.
Veamos ahora la situación de la Euglena gracilis, flagelado unicelular con una propiedad sensoria distinta: la respuesta a la luz o fototaxis. La Euglena es capaz de reaccionar apropiadamente a la luz debido a que tiene un agregado de moléculas fotoreceptoras integradas al estigma y un ensamble molecular hasta el flagelo que explican tanto la sensibilidad a la luz como el sentido direccional de la respuesta dentro de un cono de rotación. Sin embargo, puede plantearse si la Euglena tiene alguna sensación luminosa que acompañe a su fotosensibilidad. Ezio Insinna (1998) responde que sí a esta pregunta, pero descarta con detallados argumentos biofísicos que esto sea por acción de los microtúbulos, sino por algún tipo de dinámica clásica no linear en referencia a la activación metabólica secuencial que conecta el estigma con el movimiento del flagelo. Concluye Insinna así:
La conducta instintiva de la Euglena que resulta de sus capacidades automáticas sensorio-motrices (su sensibilidad) puede ser asimilada a una forma primitiva de sentir[7]. La cuestión de cómo estas capacidades propioceptivas se relacionan a lo que llamamos conciencia es otra historia y no puede ser respondida en el estado actual de la investigación (p 418). Lo que nos enseña la Euglena es que los instintos están íntimamente ligados con las capacidades perceptivas (y propioceptivas) de la criatura animada. (p. 419).
Es interesante que Insinna retome el concepto tan aristotélico de criatura animada pues el adjetivo remite precisa y sucintamente a esas propiedades de excitabilidad, sensibilidad y respuesta adecuada de los vivientes que he tratado de articular con el sustantivo de sentido, menos comprometido con un soplo, hálito o élan vital, pero que parece apropiado si lo usamos en el contexto de activación y respuesta. Parece también posible argumentar que si bien los modestos protozoarios unicelulares cumplen estas condiciones fisiológicas necesarias para la conciencia, estas no son suficientes para que surja. Esto plantearía la necesidad de postular los mecanismos mínimos o umbrales de la conciencia, algo que por el momento se desconoce:
Pasemos ahora a otro organismo más evolucionado, pero del reino vegetal. A pesar de que la mayoría de las plantas no tienen respuestas motoras rápidas a los estímulos, algunas especies son notorias por sus movimientos reactivos, como sucede con las llamadas carnívoras o con la respuesta inmediata al contacto de la Vergonzosa o Sensitiva (Mimosa pudica) que parece ser un reflejo anti-defoliador (Roblin, 1979). En esta leguminosa existe un mecanismo de transducción que provoca la entrada de iones K+ en ciertas células flexoras de tal manera que el medio interno se hace hipertónico y los foliolos de la hoja se pliegan al contacto. De nuevo hay sensibilidad, excitabilidad, sentido y señalización, a las cuales se agrega un mecanismo de transducción intercelular. ¿Es este mecanismo suficiente para adscribir algún tipo de experiencia a la planta, o hace falta algo más, como el aprendizaje? En efecto, si hablamos de experiencia, el término implica la modificación de la respuesta por el aprendizaje y parece razonable demandar la presencia de memoria para adjudicarle experiencia a un organismo. Pues bien, no sólo se ha probado plasticidad conductual en la Mimosa, sino también estructuras especializadas de conducción y motoras, propagación de potenciales eléctricos, intercambio de iones y uso de neurotransmisores todo lo cual permitió a Sandberg (1976) afirmar que la planta tiene una “capacidad nerviosa”; ¿sería esto suficiente o faltaría algo más, como la existencia de sinapsis, la conducción de señales, alguna forma de cerebro o de representación del medio y del propio organismo?
Por lo que se conoce de su necesario papel en la transmisión de la información nerviosa como base de las actividades cognitivas superiores, bien podría suponerse que la presencia de sinapsis sea crucial en la emergencia y evolución de la conciencia. Las sinapsis aparecen hace unos mil millones de años en criaturas pluricelulares, como son los metazoarios móviles, o los cnidarios de simetría radial, como las medusas (Ryan y Grant, 2009). Si damos otro paso más en la escala evolutiva y consideramos un organismo dotado de sinapsis pero aún sin cerebro, vale la pena traducir literalmente lo que Pani et al (2012) dicen de los gusanos bellota (Saccoglossus kowalevskii) en un número muy reciente de la revista Nature: “se entierran en la arena y sienten su entorno con una punta en forma de bellota situada en el extremo de una probóscide elástica.”[8] Estos gusanos, que expresan como los vertebrados tres combinaciones de proteínas en regiones comparables del embrión durante el desarrollo, pero no producen un cerebro, ya sienten su entorno y por lo visto no necesitan un cerebro para lograrlo. El uso del verbo “sentir” en vez de “detectar”, “sondear” o “tantear” menos comprometidos con el percatarse o notar propios de la conciencia, deja pocas dudas que los autores admiten sin mayores argumentos o impedimentos la última posibilidad en este gusano acéfalo. Esto podría parecer audaz, pero tiene un amplio antecedente nada menos que en el último ensayo de Charles Darwin (1881/1985) The formation of vegetable mould, through the action of worms with observations on their habits.[9] En este notable estudio publicado un año antes de morir, el ilustrado padre de la teoría más recia de la biología no sólo asume un grado de inteligencia, sino afirma una subjetividad (“mental life”, “a world of experience”) en la lombriz de tierra por su meticulosa observación de que no fabrica moldes de hojas de manera siempre igual, una conducta automática e instintiva, sino de acuerdo a circunstancias diversas de su medio lo cual le sugería una sensibilidad subjetiva y una deliberación elemental: ¡una especie de acción consciente en el gusano más ordinario! Dice Darwin (1881: 97):
“Si los gusanos tienen el poder de adquirir alguna noción, asaz rudimentaria, de la forma de un objeto y de sus propios túneles, como parece ser el caso, merecen ser llamados inteligentes, porque actúan así de manera casi igual a lo que haría un humano en similares circunstancias.”[10]
Podríamos ascender por la escala evolutiva paso a paso examinando la cuestión de la conciencia, pero espero que el punto esté ya claro y tiene que ver con plantear la definición y los requisitos de la conciencia como un problema general que pesa de manera definitiva en la selección de la respuesta. Sin embargo este pequeño ejercicio sobre los bichos sensores o sintientes ha mostrado que existen dos opciones sobre la evolución primigenia de la conciencia en los seres vivos: o adoptamos un criterio gradualista o bien otro puntuado. El criterio puntuado se refiere a que se establezcan requerimientos necesarios, como la memoria, las sinapsis, el cerebro, la representación o la comunicación para adjudicar conciencia a una criatura y el segundo, que hemos favorecido hasta este momento, de establecer criterios funcionales básicos e indispensables como la excitabilidad, la sensibilidad y el sentido de la respuesta para explorar sus orígenes y desarrollos. Este criterio tiene un hálito aparentemente panpsiquista pero, si acaso es aplicable, se trata de un psiquismo con dos severas restricciones, la primera circunscribe la conciencia a organismos vivos animados o dotados de sentido y la segunda les adjudica diversos grados, rangos y expresiones de conciencia según su desarrollo anatómico, funcional y especialmente conductual.
Es interesante anotar que varios pensadores del pasado que se han inclinado por alguna forma de panpsiquismo evolutivo han sido eminentes científicos, sea paleontólogos como Teilhard de Chardin, físicos como Arthur Eddington y Erwin Schrödinger, zoólogos como Bernhard Rensch o filósofos de formación matemática como Bertrand Russell y en especial Alfred Whitehead[11]. El más reciente de ellos, que prefiere aplicarse la etiqueta de panexperiencialista, es Stuart Hammeroff quien considera que la conciencia es un factor básico de la materia que en los seres vivos involucra un colapso de la función de onda en el citoesqueleto de las células. Hammerof y Penrose (1996) plantean una evolución gradual de la conciencia pero de inicio anterior a la aparición de la vida en la tierra.
La evidencia de capacidades biológicas y el marco teórico revisados hasta el momento permiten asignar formas tan elementales de conciencia a organismos primitivos como lo son sus estructuras anatómicas, reacciones fisiológicas, repertorio de actos y versatilidad de movimientos. En la siguiente sección veremos que la evolución de la conciencia en los seres vivos tiene una dispersión tan amplia como la multiplicidad de las formas de los organismos que se conoce como biodiversidad: se trata de una auténtica psicodiversidad.

Biodiversidad y psicodiversidad
Si bien existen razones para adjudicar un sentir primordial a organismos unicelulares o pluricelulares primitivos dotados de excitabilidad, sensibilidad y conducta con sentido en respuesta a los estímulos del medio, también debemos agregar que diversas estructuras y funciones amplían el rango, la amplitud y la capacidad de respuesta y de conciencia. Hemos mencionado a la memoria y si analizamos los requisitos más elementales para una impresión duradera, para una modificación de la respuesta al estímulo repetido, veremos que es indispensable un sistema intermediario de acoplamiento entre estímulos y respuestas de largo plazo que doten de sentido derivado de la experiencia a la conducta. Este sistema intermediario es desde luego un sistema nervioso que no sólo posea neuronas sensoriales que permitan la entrada de la estimulación mediante la transducción y neuronas motoras que permitan la conducta mediante sinapsis neuromusculares, sino redes neuronales intermedias para almacenar información sobre los estímulos y modificar la respuesta de acuerdo a esa información. Ginsburg y Jablonka (2007) consideran que una forma primitiva de sensación es un atributo de las redes neurales más simples, pero agregan que hasta que estas redes se acoplan y sujetan a la memoria y la motivación es que se alcanzan las propiedades básicas de la conciencia. Por su parte Gerald Edelman (2004) ha propuesto en repetidas ocasiones que la clave para la emergencia de la conciencia en las diversas especies de mamíferos está en le conectividad recurrente entre las zonas cerebrales de la percepción y de la memoria. Estas redes intermedias se amplían considerablemente a con la encefalización y se puede plantear que las criaturas dotadas de un cerebro asociativo, es decir provisto de amplias redes intermedias y colaterales entre entradas sensoriales y salidas motoras, disfrutan de formas de conciencia congruentes con el desarrollo de este órgano. La apuesta en este sentido parece en principio sensata, pero vale la pena revisarla, pues no deja de tener escollos y enigmas.
En un trabajo ya clásico intitulado “What is it like to be a bat?” (¿Qué se siente ser murciélago?), el filósofo Thomas Nagel (1974) argumentó que las peculiares cualidades sensoriales de la ecolocación mediante el sonar que despliegan los murciélagos serían imposibles de ser experimentadas o debidamente comprendidas por los investigadores de la conciencia. Además de esto, y sin que fuera su objetivo central, Nagel da por sentado que este peculiar mamífero posee esas cualidades tan propias de la conciencia subjetiva como son los qualia sensoriales. La astuta argumentación de Nagel no sólo sirvió para desatar una polémica duradera en torno a los qualia de la conciencia, sino que plantea desde la filosofía algo que las ciencias naturales ya habían intuido y defendido: la diversidad de la experiencia consciente que en función de sus capacidades fisiológicas poseen las diversas especies animales dotadas de buen cerebro y conducta versátil y solvente.
Una robusta réplica al pesimismo de Nagel desde el ámbito de las ciencias naturales, en particular de la veterinaria, ocurrió en 2008 con el admirable artículo de Charlotte Burn del Royal Veterinary College “What is it like to be a rat?” (¿Qué se siente ser rata?), donde se  revisa el extenso conocimiento que existe sobre la percepción sensorial de la rata basada en abundantes datos neurofisiológicos y algunos comportamentales sobre sus rangos sensoriales, su sensibilidad a la luz, la consecuencia de poseer dos tipos de conos en su retina, su visión ultravioleta, sensibilidad ultrasónica o la representación en su corteza cerebral de la sensación somática proveniente de las largas vibrisas o bigotes con los que palpa y mapea su entorno inmediato. Burn demuestra que el extenso conocimiento científico acumulado permite imaginar y recrear de manera informada y potencialmente creciente como sería sentir como una rata, aunque admitamos que no se podría sentir verdaderamente como una rata sin ser otra rata o, si empujamos el argumento de Nagel hasta su extremo más inútil, sin ser la misma rata. La reconvención de Burn parece muy relevante para matizar el cuadro pesimista que presenta Nagel, pero es posible que se haya quedado corta en el repertorio conductual y la estrategia de comunicación que presenta la rata, además de sus capacidades sensoriales que ella revisa con gran cuidado, pues, como hemos repetido, finalmente la conducta es el índice más sugerente y poderoso de actividades cognitivas, emotivas, volitivas y posiblemente de actividades conscientes.
Tomemos en consideración el sorprendente caso de los cuervos de Nueva Caledonia (Corvus moneduloides) que son capaces de utilizar o fabricar herramientas de una manera tan elaborada como los simios, a pesar de que su cerebro y su coeficiente de encefalización[12] son relativamente escasos, aunque mayores que el resto de las aves (Savage, 1997). Si pretendemos establecer una relación entre volumen o peso del cerebro y capacidades como la inteligencia o la conciencia en los cuervos y los simios, los datos no se ajustarían a una relación linear. Aunque la fabricación de herramientas es un indicador de la capacidad de solución de problemas tradicionalmente más ligada a la inteligencia que a la conciencia, también es verosímil plantear una correlación entre estas dos facultades en los seres vivos debida precisamente a su vínculo en el conocimiento y la expresión de la respuesta motora, es decir en la conducta.
Una criatura aún más extraña y fascinante es el pulpo (orden Octopoda en particular Octopus vulgaris), un molusco cefalópodo de muy vieja estirpe (unos 600 millones de años) y de notable inteligencia, pues resuelve problemas, se mimetiza, navega y se escabulle de forma que su sugiere teoría de la mente, juega, memoriza formas, despliega tácticas predatorias complicadas y gran destreza en la manipulación de objetos (Nixon y Young, 2003). En contraste con estas capacidades que sugieren una conciencia tan desarrollada como difícil de imaginar por la distancia filogenética[13], el pulpo tiene un sistema nervioso primitivo comparado a los vertebrados dotado de unos 500 millones de neuronas[14] en comparación con unos 86,000 millones del humano. Peter Godfrey-Smith, un profesor de filosofía que ha pasado mucho tiempo observando y analizando la conducta de los pulpos considera que estamos ante una mente descentralizada en ocho entidades nerviosas correspondientes a los ganglios de cada tentáculo y un lóbulo central, el lóbulo óptico[15]. En base a indicadores neurofisiológicas y comportamentales David Edelman, Bernard Baars y Anil Seth (2005) concluyen que se puede argumentar de manera robusta sobre la conciencia de los córvidos aunque permanece aún incierta la de los cefalópodos, precisamente los dos órdenes que acabamos de evocar.
Por el momento no existe un índice particular o general para medir la inteligencia o valorar la conciencia de los diversos animales. Las observaciones y pruebas para evaluar las capacidades motoras, perceptuales, comunicativas, lúdicas, parentales, técnicas o estéticas proporcionan una noción de la complejidad de la inteligencia y una intuición precaria sobre la conciencia, quizás más certera en referencia a los contenidos que a las cualidades. Lo que parece más seguro es afirmar que las capacidades mentales para especies particulares no se pueden generalizar a otras y no parece correcto mantener una jerarquía linear entre ellas pues las facultades animales para solventar retos no sólo difieren en cantidad sino en calidad. En efecto, a pesar de que Darwin (1872) aseveró una continuidad mental de grado entre humanos y animales, idea aún vigente para muchos autores[16], la evidencia actual indica que hay verdaderas brechas mentales entre diversas especies animales, lo cual apunta a una verdadera psicodiversidad natural en forma paralela a la biodiversidad, aunque aceptemos que pueda existir algún grado de evolución convergente de la conciencia en especies distantes como proponen Pepperberg y Lynn (2012). El origen y la evolución de estos rasgos psicológicos diferenciales son desconocidos y constituyen auténticos retos para la investigación futura sobre el origen y desarrollo evolutivo de la conciencia (Hauser, 2009).
Yo, tú, él, nosotros…
Una de las capacidades más elaboradas de la mente humana es la conciencia de uno mismo, llamada en ocasiones autoconciencia: el conjunto integrado y jerárquicamente organizado de capacidades cognitivas de auto-referencia y auto-representación. Esta capacidad tan complicada se conoce como el “yo” desde la literatura psicoanalítica y plantea la pregunta de cómo y cuándo se originó durante la evolución. Para abordarla es necesario una vez más hacer distinciones de adquisición filogénica y ontogénica de orden y complejidad ascendentes de las diversas facultades que conforman la autoconciencia (Bermúdez, 1998; Díaz, 2007). La más básica de ellas es la sensación de la situación, estructura y límites del propio cuerpo que comparten todas las especies dotadas de propioceptores, sensación que se amplía hasta integrar un mapa somatotópico en los mamíferos y una imagen corporal en simios y humanos. Este conjunto de facultades propioceptivas está en estrecha relación con la situación del organismo derivada de sus sistemas sensitivo-motores que eventualmente le proporcionan una distinción cuerpo- mundo y un punto de vista. A su vez las habilidades de navegación en el medio forman el fundamento de lo que se conoce como agencia y que incluye la dirección de la atención, del movimiento y la proyección de la acción, una construcción sobre la propiedad de la materia viva elemental que hemos denominado sentido. Estas funciones se complementan con la metaconciencia, el conjunto de capacidades introspectivas que permiten percatarse de los propios estados mentales, recordar y recrear experiencias pasadas, usar efectivamente los pronombres en primera persona, pensar sobre uno mismo, o construir una autobiografía y saber de la propia muerte. Finalmente, en su estrato más integral, la autoconciencia permite la autoevaluación, la inferencia de estados mentales en otros, la empatía, la inhibición por normas y la conciencia ética. La autoconciencia se constituye así como un sistema complejo de diversas capacidades perceptivas, cognitivas, representativas y motoras enlazadas que tienen una base no conceptual en la fisiología básica y se desarrollan hasta la teoría de la mente ajena, la conciencia de los otros y la heteroconciencia.
Hace más de 40 años que el psicobiólogo Gordon Gallup Jr. (1970) desarrolló una supuesta prueba empírica de autoconciencia con el registro de la conducta auto-dirigida que ciertos animales presentan ante su imagen en el espejo, en particular la manipulación de una marca colocada en su cuerpo y que solo pueden ver con ayuda del espejo. El hecho de que ciertos animales de alto nivel de desarrollo cerebral y conductual, como los chimpancés, los orangutanes, los elefantes y los delfines presentaran esta conducta auto-dirigida mediante el espejo se tomó como un índice de autoconciencia. Esta interpretación ha sido largamente debatida, pero el hecho de que sólo unas cuantas especies de patente desarrollo pasan “la prueba de la marca” refleja una capacidad de alto nivel de procesamiento de la imagen corporal que indica al menos algún auto-reconocimiento, un concepto quizás menos litigante que el de autoconciencia. Ahora bien, en concordancia con lo revisado arriba, varias especies más se han agregado recientemente a la lista de las que pasan la prueba de la marca y entre ellas están las urracas del género Pica (Prior, Schwarz y Güntürkün, 2008), córvidos que también se distinguen por un buen cerebro en comparación con otras aves, porque remedan la voz humana y porque presentan la conducta de “robar” y “esconder” objetos humanos brillantes en su nido, quizás una temprana manifestación de teoría de la mente.[17] Como sucede con los casos de los cuervos de Nueva Caledonia y los pulpos, estos datos no se ajustan a la idea de una relación linear entre volumen o capacidad cerebral y conciencia o autoconciencia.
Pasemos ahora de la autoconciencia, de la representación que una criatura tiene de sí misma, a la heteroconcencia: la representación que tiene de otros. En 1982 Nicholas Humphrey propuso que el origen de la conciencia humana dependió crucialmente de la capacidad para atribuir y compartir experiencias en los simios y los homínidos, en especial aquellos que vivían en grupos y dependían de ellos para sobrevivir. La capacidad para inferir adecuadamente las emociones, las intenciones o las motivaciones ajenas es lo que constituye la llamada “teoría de la mente” y en los últimos lustros ha sido objeto de intensas discusiones e investigaciones (Baron-Cohen, 1999). Existen varios indicadores de esta capacidad que no se restringen a los seres humanos, como son el juego, el engaño táctico y la llamada inteligencia maquiavélica. Vale la pena repasarlos brevemente.
El juego es uno de los comportamientos más llamativos de muchas especies animales (Bekoff y Byers, 1998) y se ha subrayado su relevancia psicológica desde finales del siglo XIX (Groos, 1898)[18]. Implica formas de mimesis, imitación o pretensión que requieren formas elementales de representación propia y de los otros con los que el juego se comparte. Es difícil proporcionar una definición simple y precisa del juego; se trata de una motricidad espontánea y compleja sin propósito manifiesto fuera del aparente placer de su propia ejecución y tiene manifestaciones tan diversas como el juego solitario, el predatorio, el social y con objetos que propiamente deben ser llamados juguetes. La función de todo tipo de juego parece ser el generar una experiencia mediante la práctica de movimientos e interacciones pero que tienen una característica muy peculiar al constituir una pretensión que es gratificante en sí misma pues se realiza con intensidad y fruición a pesar del costo energético y del peligro que entraña.[19] El hecho de que múltiples mamíferos de diversos grados de desarrollo encefálico manifiesten formas diversas de juego, en especial durante el desarrollo, implica capacidades cognitivas complejas e incrementa el desarrollo del cerebro (Bekoff y Allen, 1998), factores posiblemente asociados a la autoconciencia y a la conciencia de los otros.
En relación evidente con el juego, el engaño táctico ha sido definido por Byrne y Whiten (1988), sus principales analistas, como los actos del repertorio normal de un individuo, desplegados de tal manera que otro individuo malinterprete el significado y ejecute una respuesta incorrecta, lo cual aventaja al emisor de la conducta. En un texto ulterior sobre el mismo tema Byrne y Whiten (1997) han recopilado gran cantidad de información anecdótica que deja pocas dudas de que varias especies de buen desarrollo encefálico, en especial los simios, realizan actos de engaño que implican teoría de la mente y heteroconciencia. Una vez más podemos rastrear que las conductas de engaño tienen antecedentes en animales de escaso desarrollo como los insectos que aparentan “hacerse el muerto” cuando son manipulados, un reflejo de inmovilidad que tiene una función adaptativa de posible escapatoria en un trance último. Como sucede con todos los comportamientos que hemos revisado, ocurre una escalada evolutiva de mecanismos que parten de conductas muy simples hasta representaciones muy complejas y que se ajustan a la idea darwiniana de selección adaptativa. La participación de un procesamiento consciente en el engaño táctico está planteada por Byrne y Whiten cuando definen que la conducta maquiavélica ocurre cuando el individuo muestra tener como meta el ejecutar una conducta de engaño y parece entender lo que origina. El engaño que acarrea intencionalidad es propiamente llamado “mentira” entre los seres humanos y constituye una manifestación patente de conciencia de los otros, toma de decisiones y moral infringida.
Durante un periodo en el que estudiamos la conducta social en grupos de macacos (Macaca arctoides) cautivos y no manipulados, fue posible establecer interacciones que implican a tres individuos en las cuales se mostró una aparente intencionalidad o estrategia social de largo alcance que parece requerir planeación (Díaz 1985). Por su parte, el conocido primatólogo Frans De Wall (1982, 1989) ha mostrado extensamente la producción y el rompimiento de reglas y alianzas en grupos de chimpancés y en otros animales gregarios como los elefantes.
Varias teorías e hipótesis recientes han subrayado la importancia de la vida social y la comunicación en la génesis de cerebros mayores y presumiblemente de autoconciencia y conciencia de los otros. La interacción social como presión evolutiva sobre el cerebro planteada por Robin Dunbar (2003) en el sentido que las demandas de la convivencia en grupos complejos seleccionaron los cerebros mayores puede ser empatada con la misma demanda como factor selectivo de la conciencia realizada años atrás por Nicholas Humphrey (1982). La hipótesis del cerbero social de Dunbar postula que los cerebros voluminosos y las habilidades cognitivas de los humanos han evolucionado mediante intensa competencia social en la cual los individuos antagonistas desarrollan estrategias crecientemente maquiavélicas con el fin de obtener mayor éxito social y reproductivo. La hipótesis implica una intensa modulación entre genes, cerebro, cognición y conducta de tal manera que la genética y el aprendizaje necesariamente están conjuntamente implicados en su génesis y manifestación. Los genes seleccionados controlan capacidades cerebrales-cognitivas para inventar estrategias de aprendizaje que al diseminarse entre la población aceleran el tiempo de evolución. La selección natural puede actuar de manera distinta en diferentes regiones cerebrales según las especies varíen en su hábitat y sistemas sociales. Algunas evidencias empíricas a favor de la hipótesis del cerebro social incluyen el hecho de que la talla del cerebro y del cerebelo se correlacionan con el número de individuos, que el telencéfalo y el hipotálamo se correlacionen con factores sociales o bien que la talla del telencéfalo sea mayor en especies monógamas que en polígamas, pero menor la del hipotálamo. Hace unos años Dunbar y Shultz (2007) postularon que las demandas de las relaciones diádicas o de pareja fueron el factor crucial para disparar el desarrollo evolutivo del cerebro. En sus investigaciones Dunbar ha sido cauto en no abordar directamente el tema de la evolución de la conciencia, pero las evidencias que hemos venido revisando en referencia a los indicadores neurofisiológicos y de comportamiento autorizan a utilizar sus datos en favor de la hipótesis que existen ganancias de conciencia propia y ajena en referencia a los índices mostrados de desarrollo de partes del cerebro y conductas o variables sociales.
En un análisis crítico sobre las múltiples investigaciones recientes que relacionan talla cerebral con variables socio-ecológicas en especies de vertebrados, Healy y Rowe (2007) detallan varios problemas metodológicos en referencia a los supuestos de las hipótesis empleadas, en especial lo que significa la talla cerebral y la colección de los datos y que se manifiestan particularmente en los estudios que pretenden correlacionar conductas complejas con partes del cerebro que se sabe tienen múltiples funciones. Las autoras sugieren que las conclusiones deben ser sustanciadas ya no mediante más correlaciones sino mediante experimentos, lo cual lleva a evocar uno de los mayores hallazgos de los últimos tiempos en la neurociencia cognitiva de importe social.
El descubrimiento de neuronas que disparan cuando un primate ejecuta una acción o cuando observa a otro ejecutarla, las llamadas “neuronas espejo” ha provisto de una base neurobiológica que favorece a la simulación como base de la teoría de la mente y la empatía (Rizzolati y Sinigaglia, 2008). Estas neuronas se encuentran en la porción inferior del lóbulo frontal, del lóbulo parietal y partes del temporal y en conjunto forman un sistema que se considera involucrado en la conciencia de los otros. La presencia de neuronas de este tipo en especies de menor desarrollo puede indicar la existencia de estas facultades.
Cultura y lengua
Hemos recorrido con forzosa brevedad el posible desarrollo de diversos rangos de conciencia a lo largo de la evolución biológica hasta llegar a la emergencia de la autoconciencia y de la conciencia de los otros. Las extensas manifestaciones de la conducta social en múltiples especies, la evidencia de engaño táctico y las estrategias maquiavélicas de manipulación social muestran que la conciencia de los otros juega un papel diverso y creciente en los antropoides, desde los simios hasta los homínidos. Hemos llegado así al borde de la cultura que implica capacidades elaboradas de conciencia pues especifica diferencias comportamentales y cognitivas entre poblaciones de la misma especie, diferencias que se transmiten a los descendientes mediante imitación, enseñanza y aprendizaje, es decir a través de procedimientos sensitivo-motores que entrañan saberes declarativos y señales de comunicación entabladas entre individuos.
Hasta mediados del siglo pasado muchos analistas consideraban que la conciencia y la cultura eran atributos restringidos al humano actual y que se habían desarrollado sólo durante la hominización. Por ejemplo, el antropólogo francés Jean Gebser (1953) hablaba de una “conciencia arcaica” una psique indiferenciada de los primeros homínidos (Australopithecus, Homo habilis, Homo erectus, Neandertal, etc) caracterizada por poca conciencia de sí y una virtual carencia de psique individual, de representaciones “formales” de la realidad, escasez de comprensión y control de los actos mentales, de ética, de voluntad, de tiempo y de conciencia de la muerte. El panorama actual es muy diferente pues la investigación empírica, en especial la observación etológica sistemática y comparativa, han probado la existencia de estas capacidades en animales de muy distintos cerebros y comportamientos, incluyendo fuertes evidencias de cultura.
La mayor demostración de cultura animal proviene de los extensos estudios realizados en los últimos lustros en grupos distantes de chimpancés (Pan troglodytes) y que se han recopilado en dos libros (Wrangham y col., 1994; Boesch y col, 2002). Al menos cuatro comunidades de chimpancés que viven en África oriental (Kibale y Budongo en Uganda, Gombe y Mahale en Tanzania) y dos muy distantes en África occidental (Boussou en Guinea y Tai Forest en Costa de Marfil) difieren en la manifestación de una docena de conductas complejas transmitidas en forma social como son la captura de termitas mediante la preparación de ramas y su introducción en el termitero, el arrojar objetos, usar piedras para romper nueces, señalar o adoptar diversas estrategias de caza y cortejo[20].
Aunque existe una evidencia abundante y creciente del uso de herramientas en múltiples especies animales, este comportamiento no necesariamente constituye un índice positivo de inteligencia o de conciencia, excepto en el caso de fabricación de herramientas, pues esta implica mecanismos cognitivos de mimesis, planeación y creatividad. La manufactura y demostración de herramientas en chimpancés y la fabricación de herramientas en homínidos son conductas que revelan la aparición de una liga entre un objeto externo y la coordinación sensorio-motriz entre el ojo y la mano como instrumento para observar, tocar, maniobrar, construir y usar. Esta liga constituye la semilla de un vínculo figurado que marca la adquisición de mentalidad y comportamiento simbólicos en especies de simios y homínidos que conlleva un brinco adaptativo de gran magnitud y acelerada  resolución. La antropología cultural ha mantenido durante décadas la noción de que la cultura tiene como base un patrón de significados compartidos que asignan representaciones estandarizadas a voces, actos y objetos, en especial a expresiones simbólicas como el lenguaje y el arte. Durante el proceso de hominización, la comunicación social transitó de contenidos concretos, comunicación de emociones y otras experiencias actuales mediante voces y gestos corporales, a contenidos abstractos, es decir a significados que trascienden el tiempo presente mediante la mímica o adopción de comportamientos estereotípicos o rituales.
La aparición y evolución del lenguaje y su relación con la conciencia son temas que han sido profusamente tratados y hay consenso en el sentido de que la comunicación simbólica propia del lenguaje requiere de procesos semánticos y conscientes para ocurrir. En el presente trabajo hemos propuesto que en efecto existe una forma de conciencia caracterizada por el saber proposicional estrechamente ligada al lenguaje aunque existen formas de conciencia menos desarrolladas en el saber no proposicional que exhiben muchas especies de vertebrados y en el sentir y el sentido que se pueden trazar hasta formas elementales de vida.
En referencia a la adquisición y representación del lenguaje en especies no humanas,  vale la pena recurrir a dos individuos de especies muy distantes que han mostrado notorias habilidades de categorización y expresión semántica y aritmética: un loro gris llamado Alex (Psittacus erithacus) y un bonobo de nombre Kanzi (Pan paniscus). Ambos han sido profusamente estudiados y entrenados por dedicadas y prominentes investigadoras de las ciencias cognitivas en sus laboratorios. Como otras similares, estas son indagaciones muy prolongadas y técnicamente complejas, pero baste con referir que con el apoyo de aditamentos externos los dos animales han sido capaces de aprender y responder a símbolos abstractos; en el caso de Alex a preguntas verbales de Irene Pepperberg (2002) sobre objetos presentes y en el de Kanzi al interactuar con Sue Savage-Rumbaugh (1994), mediante un tablero lexicográfico o “lexigrama” con más de 300 símbolos y al obedecer certeramente órdenes verbales complejas.[21] En los dos no sólo ha ocurrido una notable y creciente capacidad de comunicación, sino que hay evidencias de comprensión simbólica, es decir de semántica y concomitantemente de conciencia en un nivel de saber proposicional elemental, pero indiscutible. Por ejemplo, Alex desarrolló un vocabulario de unas 100 palabras, identificaba unos 50 objetos distintos, reconocía hasta 7 cantidades, 7 colores y 5 formas; entendía la diferencia entre pequeño y grande, igual y diferente, abajo y arriba. Mediante una orden verbal podía escoger correctamente e identificar verbalmente un objeto cuadrado y amarillo entre otros de diferentes formas y colores. Los experimentos han sido conducidos con rigor y control por lo que se puede afirmar que Alex y Kanzi no solo repiten o imitan, sino que proceden, aunque de manera elemental, con base en la razón y la abstracción lo cual sugiere que están proposicionalmente conscientes al identificar, elegir y manejar frases y objetos.
A pesar de enormes diferencias encefálicas, fisiológicas y expresivas Alex y Kanzi aparentemente algo aprenden y saben en un sentido proposicional. Dado que las investigaciones se llevaron a cabo mediante arduo entrenamiento en el laboratorio quedan varias preguntas sin respuesta adecuada, la primera se refiere a qué papel juega esa capacidad semántica en el medio natural que haya producido su selección, la segunda a qué papel juega esa capacidad en la consecución y desarrollo de la conciencia sentiente, la tercera sobre su requerimiento cerebral, en especial considerando que el loro carece en su cerebro de un sistema lingüístico comparable a los antropoides. Estas investigaciones han establecido una ramificación cognitiva y una adquisición progresiva de capacidades sentientes entre diversas especies, pero han también que persiste una brecha entre la capacidad simbólica de los animales y los humanos pues si bien Alex, Kanzi y otros animales entrenados en el laboratorio manifiestan capacidades antes insospechadas de abstracción, figuración, manifestación y adscripción de estados mentales, no han llegado a formular o expresar proposiciones de manera espontánea que indiquen formas más elaboradas de razonamiento.
La capacidad simbólica superior tan propia de nuestra especie también ha venido a ser extendida a otras especies de primates por observaciones anecdóticas de tropas de simios en su medio natural. Algunas de las conductas que sugieren formas elementales de simbolización ritual en chimpancés y bonobos, que Harrod (2011) considera bastantes para adjudicarles una forma de religión no humana, son las siguientes:
  • “rituales funerarios” (comportamientos inusuales, enfáticos, específicos e iterativos en referencia a la muerte y el cadáver de un congénere),
  • la “danza de la lluvia” (movimientos rítmicos peculiares en el momento del inicio de las primeras lluvias de la temporada o ante una cascada),
  • el “juego con muñecas” (la adopción de un objeto al que se trata como a un infante por parte de hembras chimpancés juveniles),
  • la “conducta de señalar” (la dirección de la mano o del índice para llamar la atención de congéneres hacia un objeto peculiar).
Estas conductas requieren al menos de dos operaciones cognitivas de alto nivel, usualmente asociadas a un procesamiento de información propio de la conciencia proposicional: la abstracción y la figuración. La abstracción implica que un objeto es sustituido por un gesto o una voz que lo representa y la figuración se refiere a la usanza compartida de esa señal, con lo cual están anticipados los dos elementos del lenguaje de significante y significado. Una vez desarrollada, es muy posible que esta facultad haya sostenido una amplificación y diversificación muy veloz en los homínidos y que haya sido un elemento crucial en el desarrollo exponencial del cerebro en el género Homo (Decon, 1997) en relación estrecha al desarrollo de la conducta social y sus correlatos cerebrales (Dunbar, 2003 y 2007).
La aparición hace unos 70 mil años en grupos ya globalmente distribuidos de Homo sapiens de representación externa de símbolos abstractos en forma de petroglifos, pinturas rupestres o instrumentos musicales marca la aparición de huellas externas de una simbolización y comunicación abstracta cuyo papel en desarrollo evolutivo de la conciencia en relación estrecha con la frontalización del cerebro ha sido repetidamente subrayada (Dunbar, 2003). El antropólogo Roger Bartra (2007) propone a estas manifestaciones simbólicas externas, que caracteriza como un exo-cerebro o prótesis cultural, como un recurso evolutivo de la conciencia humana en el sentido de que esta depende y requiere de sistemas simbólicos externos y de que el procesamiento simbólico tiene un asa interna de orden neurocognitivo. En un sentido similar Julian Jaynes había argumentado en 1976 sobre el origen reciente de la conciencia con el requerimiento del lenguaje para la memoria episódica y especialmente con la lectoescritura. Tanto Bartra como Jaynes probablemente no se refieren a la conciencia en sus acepciones más elementales de sentir, sentido o sintiencia, sino a las más elaboradas y diferenciadas que hemos identificado con la sentiencia semántica y particularmente de metaconciencia, facultades de muy reciente adquisición filogenética y mayor interés psicológico y antropológico. El psicólogo neozelandés Michael Corballis (2011) considera que la propiedad recursiva de la mente evolucionada, es decir la capacidad de incluir estados mentales dentro de otros estados mentales, fue el gatillo que permitió al lenguaje gestual evolucionar al lenguaje vocal, a la metaconciencia y la acelerada evolución cognitiva de los homínidos.[22] Ahora bien, Colin Renfrew (2008) resalta la “paradoja sapiencial” en el sentido que el genoma y el cerebro humanos no han cambiado mucho en los últimos 60 mil años a partir de la dispersión de grupos humanos desde África y que, en contraste, las sociedades y culturas humanas han surgido y prosperado extraordinariamente después de esta fecha. La pregunta de cuáles mecanismos cerebrales son los responsables de los enormes cambios de conducta que las hicieron posibles se vuelve muy trascendental. La posible respuesta demanda una especie de “arqueología de la mente” basada en la adquisición cultural y postnatal de una cognición, una representación y una comunicación simbólicas, como acontece con el valor del oro y el poder de lo sagrado.
Los más antiguos indicios de expresión simbólica han sido hallados en los grabados abstractos hallados en la gruta Blombos en Suráfrica y datan de hace 77 mil años, en plena Edad de Piedra. Las marcas sugieren convenciones arbitrarias ya no relacionadas a una cognición vinculada directamente con la realidad inmediata. Al revisar estas y otras evidencias, el neurocirujano John Oró (2004) especula que las cuevas de Chauvet (30 mil años), las de Lascaux (17 mil años) y las de Altamira (12 mil años) presentan señas claras de conciencia sentiente porque exhiben figuras de animales pintadas de memoria, lo cual implica una recreación de la percepción, figuras de máscaras que revelan representación simbólica o simulacro y figuras humanas que implican una autoimagen recursiva, algunas de ellas en escenas de caza o danza que posiblemente articulan una narrativa. Agrega Oró que la preservación de los homínidos probablemente favoreció la aparición de una representación del mundo basada en la memoria por medio de la cual el individuo pudiera navegar con ventaja en el medio y evaluar los resultados de sus acciones. El mismo autor cita que en su libro Origins of Minds, La Cerra y Bingham (2002) consideran altamente adaptativas a este tipo de representaciones al estar basadas en circuitos neuronales que generan soluciones en coordinación directa con las condiciones del medio, las necesidades alimentarias y la historia de cada individuo. En referencia a la experiencia de agencia y voluntad, Pablo Quintanilla (2011) argumenta que se trata del producto convergente de varias funciones cognitivas que tienen valores adaptativos claros como son la inteligencia social, la meta-representación, la simulación, la memoria episódica, el lenguaje y la deliberación.
Encefalización y concienciación

A lo largo de este ensayo hemos repasado y repensado la evolución de diversos rasgos, aspectos y niveles de la conciencia manteniendo como telón de fondo las propiedades vitales de excitabilidad, sensibilidad y sentido que se integran con la aparición y desarrollo de sistemas nerviosos centrales y en particular de los cerebros que permiten un comportamiento variado y pulido. El vínculo entre conciencia y cerebro se hace patente cuando podemos aplicar las mismas proposiciones funcionales a ambos. Por ejemplo, si formulamos como premisa neuroevolutiva que los cerebros han evolucionado para procesar información, lo cual habilita mejor a la criatura para resolver problemas, lo cual contribuye a su adaptación, bien podríamos afirmar algo similar de la conciencia en su aspecto de quid o contenido de información. De manera similar si afirmamos que la complejidad del cerebro está evolutivamente ligada a la versatilidad de la conducta y de la cognición, podríamos agregar a la complejidad del procesamiento consciente de información como un cuarto factor en esta concatenación en la cual suponemos que los cuatro no sólo están relacionados sino procesalmente consolidados en los organismos y los individuos (Díaz, 2007). Si en tiempos recientes se ha destacado el aspecto neurobiológico de la ecuación esto es debido a que el estudio del cerebro proporciona índices morfológicos, fisiológicos y fósiles que permiten mediciones objetivas de una encefalización que suponemos correlacionada con la conducta, la mente y la conciencia las cuales no dejan huellas perdurables hasta el advenimiento de la simbolización externa. Cuando William Calvin (2004) afirma que se requiere de un proceso neurobiológico sobre el que opere la selección para que un proceso evolutivo pueda dar origen a la conciencia suponemos que no necesariamente plantea una reducción de la conciencia, la mente y el comportamiento a la estructura y procesamiento cerebrales, sino que favorece esta perspectiva por su patente objetividad. En un sentido similar a la propuesta del darwinismo neuronal de Gerald Edelman (1987), Calvin considera que existen “códigos cerebrales” de alguna forma equivalentes al código genético que permiten la reproducción y selección de actos mentales. Los códigos se copian y compiten entre ellos lo cual haría del cerebro una “máquina darwiniana”.
En la actualidad varias neurociencias bien provistas abordan al menos tres grandes temas sobre la evolución cerebral: la neuroanatomía comparada considera la cuestión de qué cambios ocurrieron en la organización y la función del cerebro a través del tiempo; la  neuropaleontología intenta responder a cuándo ocurrieron y la neurobiología evolutiva a cómo ocurrieron. La pregunta de porqué ocurrieron requiere de las tres anteriores y de una evaluación de contextos y estrategias, como lo han resaltado Pepperberg y Lynn (2012). La integración en curso de la psicología comparada y la biología evolutiva responderá en el futuro a muchas preguntas referentes a la distribución e historia de rasgos cognitivos superiores y a entender los procesos que acarrearon su evolución.
En general parece permisible considerar que a mayor tamaño del cerebro, mayor número de neuronas e interconexiones, mayor capacidad para procesar información, para construir representaciones y para el procesamiento sensitivo-motor que estipula una conducta cada ver más más elaborada, más versátil, más ajustada al medio y por ello más eficaz. De esta forma se ha llegado a inferir que la inteligencia y la conciencia relacionadas a la capacidad cerebral deben conferir una ventaja adaptativa que haya resultado en la selección de Homo sapiens en los últimos 300 mil años. La investigación y la teorización en este sentido se ha centrado en la búsqueda de medidas cerebrales para mostrar al ser humano como el más dotado de las especies (Cairó, 2011). La más tosca y patente de esas medidas es el tamaño y peso del cerebro, pero no puede tomarse de manera cruda, pues tiene una relación forzosa con la talla del cuerpo: los mamíferos mucho más grandes que el humano suelen tener cerebros también más pesados.[23] Para llegar a una norma más certera se han desarrollado varios índices y el más elemental es la proporción peso del cerebro / peso del cuerpo con la cual, por ejemplo, el humano y el ratón resultan empatados en una proporción cerebral de ± 1:40 en relación al peso corporal.
Hace ya casi 40 años que Harry Jerison (1973), el paleo-neurólogo de la UCLA, realizó un análisis comparativo de este índice en muchas especies de vertebrados con una progresión logarítmica linear al graficar las dos variables, indicativa de que a mayor peso del cuerpo mayor peso del cerebro. Pero además de esta previsible relación, la gráfica manifiesta un revelador ascenso filogenético donde las especies más recientes y desarrolladas aparecen en la porción derecha y superior (figura 1). Ahora bien, esta manera de desplegar los datos sigue colocando a varias especies de gran envergadura como el elefante y la ballena en una situación superior a los seres humanos por el hecho de que tienen cuerpos y cerebros mayores. Como se pretende encontrar un índice que se ajuste a la intuición de que los humanos se encuentran en la cúspide de esta relación, la simple proporción cerebro/cuerpo no constituye un indicador preciso de inteligencia o conciencia de las especies consideradas, aunque los cetáceos y los paquidermos ciertamente muestren capacidades y estrategias cognitivas de alto desarrollo.
Si observamos los datos de la gráfica notaremos que la línea de correlación expresa una relación significativa en promedio de todas las especies analizadas y también apreciaremos que varias de ellas se colocan por arriba de esta línea implicando que el peso de su cerebro excede el que cabría esperar en referencia al resto de las especies estudiadas. Para valorar este desplazamiento Jerison elaboró un coeficiente de encefalización que ha resultado más acorde con las expectativas y por ello más aceptado en la comunidad de los neurocientíficos evolutivos. El coeficiente evalúa el peso encefálico que un individuo o una especie debería tener según su peso corporal (valor esperado) al compararlo con su peso encefálico real (valor encontrado). El índice entre el valor esperado y el encontrado es el índice o coeficiente de encefalización de tal manera que un peso del encéfalo por encima del esperado podría indicar una masa “excedente” disponible para tareas cognitivas y pone efectivamente al humano en la parte superior de la lista (tabla I) seguido de especies que han mostrado resolución de problemas, auto-reconocimiento, fabricación de herramientas y demás comportamientos de alto nivel de integración. He aquí el índice de encefalización en 12 especies tomando en cuenta que el valor de 1que manifiesta el gato  sería el promedio esperado para todas las analizadas.
Humano
7.6
Delfín
5.3
Chimpancé
2.4
Mono rhesus
2.1
Gorila
1.6
Elefante
1.3
Perro
1.2
Gato
1.0
Caballo
0.9
Ratón
0.5
Rata
0.4
Zarigüeya
0.2
Luego de revisar con detalle los índices externos de cognición, Osvaldo Cairó, (2011), concluye con una nota precautoria en referencia a que el coeficiente de encefalización no se puede tomar como un indicador directo de inteligencia o de cognición. Esta reserva es psicobiológicamente válida. Por ejemplo, la talla del cerebro no es un índice muy justo de la cognición pues incluye regiones, como el tallo cerebral, que no intervienen mucho en ella. Sería preferible comparar ciertas regiones cerebrales entre sí y dentro de un filo o taxa para llegar a indicadores cerebrales más significativos de inteligencia, cognición o conciencia. Pero no se trata sólo de tamaños del cerebro o de sus regiones pues, como hemos visto, las investigaciones recientes sobre rasgos cognitivos tan humanos y ligados a la conciencia como la memoria episódica y la teoría de la mente han mostrado que los cuervos y los pericos son superiores a otras aves y en ocasiones a los simios. Es posible entonces que los cerebros relativamente chicos de estas inteligentes aves hayan alcanzado una arquitectura tan eficiente que la equipare a la neocorteza de los primates y que algo similar ocurra en el aún más escaso, distribuido y aparentemente primitivo sistema nervioso del pulpo.
El zoólogo inglés Nathan Emery ha contribuido de manera excepcional para entender las similitudes entre las aves y los simios que comparten habilidades cognitivas como adaptaciones para resolver problemas sociales y ecológicos que les son comunes. Los córvidos y los loros tienen una neocorteza (el llamado neopallium) de magnitud relativa similar a los grandes simios, viven en grupos sociales complejos, tienen un largo periodo de maduración y muestran una inteligencia comparable a ellos (Emery y Clayton, 2004). Emery sugiere que las regiones del cerebro anterior de aves y mamíferos pueden ser funcionalmente similares en el sentido de que converjan en cuanto a su función cognitiva. La evidencia producida o recopilada por este autor sugiere que la cognición compleja y probablemente la conciencia en su forma de saber ha evolucionado en especies de cerebros muy distintos a través de un proceso de convergencia evolutiva cuya base neural en buena medida se desconoce. En la misma dirección apuntan las investigaciones del biólogo Louis Lefebvre de Mc Gill al mostrar correlaciones significativas entre las conductas flexibles de innovación y la talla del cerebro en diferentes especies (Lefebvre, Reader y Sol, 2004). Parece permisible concluir que ocurren desarrollos de conciencia e inteligencia en diversas ramas de la psicodiversidad animal que alcanzan niveles superiores para esa rama particular[24] y por evolución convergente expresiones de inteligencia o conciencia comparables a los de otros linajes.
La recién proclamada Declaración de Cambridge Sobre la Conciencia (2012)[25] concluye de la siguiente forma:
“La ausencia de neocorteza no previene a un organismo para experimentar estados afectivos. La evidencia convergente indica que los animales no humanos tienen los sustratos neuroanatómicos, neuroquímicos y neurofisiológicos de los estados conscientes, en conjunción con la capacidad para exhibir conductas intencionales. En consecuencia, el peso de la evidencia indica que los humanos no son los únicos en poseer los sustratos neuronales que generan conciencia. Los animales no humanos, incluyendo todos los  mamíferos y las aves, así como muchas otras criaturas como los pulpos, también poseen esos sustratos neurológicos.”
Además de concurrir con el estimable espíritu bioético de esta Declaración, debemos apuntar que su principal dificultad empírica es que por el momento se desconocen los sustratos nerviosos de la conciencia. Parece así evidente que el tema medular respecto al cerebro y la conciencia en su perspectiva evolutiva es el correlato cerebral de la conciencia, pues sería necesario estipular de qué forma esta función, por el momento hipotética, fue seleccionada por sus ventajas adaptativas.[26] Recientemente han predominado teorías neurodinámicas de la conciencia en sustitución de nociones modulares o de áreas cerebrales específicas como sus fundamentos nerviosos. En efecto, para que surja un procesamiento consciente de información es necesario un enlace de funciones nerviosas relativamente segregadas en diversos módulos predominantemente sensoriales, motores, afectivos, cognitivos o volitivos. Esto sucede con la sincronización eléctrica de diversas áreas encefálicas en ritmos de la banda gamma, es decir alrededor de 40 Hz (Crick y Koch, 1990), una hipótesis que ha sido empíricamente corroborada en diversos paradigmas experimentales que involucran actividades conscientes.
En vista de que he propuesto una función dinámica trans-modular tipo enjambre o parvada como correlato nervioso de la conciencia, función que cumpliría con los requisitos del enlace y la disponibilidad global de información (Díaz, 2007), el tema que ahora me ocupa exige analizar el enjambre desde el punto de vista evolutivo. Existen adaptaciones de gran importancia que implican la coordinación de varios sistemas corporales, como sucede con la termorregulación o la función inmunológica. En el caso de la conciencia debe ocurrir una coordinación sensorio-motriz que involucre al organismo entero, pero para ello suponemos se requiere un enlace de los diferentes módulos del cerebro manifestada en forma de enjambre coherente de actividad neuronal. Dado que al parecer existen diversos niveles y rasgos de conciencia a lo largo de la evolución y en estrecha relación con la complejidad morfo-funcional del cerebro y la capacidad y eficacia de la conducta, se sigue que aquellas especies que presenten un fenómeno funcional del sistema nervioso con características de enjambre pueden estar dotadas de un tipo de conciencia sentiente más allá del sentir de todo organismo viviente. En este sentido es relevante mencionar que mediante técnicas electrofisiológicas, imágenes multicelulares de calcio y análisis de poblaciones neuronales, el grupo del neurofisiólogo mexicano José Bargas ha revelado una propagación coherente de actividad nerviosa en forma de sincronizaciones, transiciones, rutas y trayectorias en microcircuitos de rebanadas del cuerpo estriado (Carrillo-Reid et al, 2011). Este importante hallazgo de un enjambre de actividad neuronal a escala media puede implicar que cerebros relativamente poco desarrollados y aparentemente rudimentarios, como el del pulpo, puedan manifestar un enjambre dinámico de actividad multineuronal en relación con sus notables habilidades motoras y cognitivas y posiblemente en correlación con algún tipo de conciencia sentiente. La hipótesis del enjambre puede cumplir así con un requisito evolutivo difícil de satisfacer: contar con un posible correlato de conciencia sentiente que dé cuenta de las expresiones de inteligencia y de conciencia que despliegan criaturas de organización nerviosa muy diferente.
Colofón: evolución consciente
            Como todo fenómeno de la vida, la evolución de la conciencia está a prueba y sigue en marcha. Varios de los atributos más ampliados, sagaces y penetrantes de la conciencia humana pueden acrecentarse mediante diversos procedimientos y técnicas, muchos de ellos seleccionados y especificados en centenarias o aún milenarias tradiciones científicas, estéticas y contemplativas. Algunos de esos aspectos susceptibles de ser acrecentados y que pueden impulsar la evolución de la conciencia humana son las capacidades de la autoconciencia, en especial las relacionadas con el control de la atención, la voluntad y el comportamiento, el desarrollo de la conciencia de los otros, de la alteridad y la conciencia del entorno así como el desarrollo de estados amplificados de cognición y niveles superiores o refinados de conciencia. La evidencia de que en el transcurso de la evolución biológica los mecanismos darwinianos han dado paso a dispositivos de transmisión cultural de la información hace posible afirmar que la evolución ulterior de la conciencia humana no dependerá necesariamente de una progresiva encefalización por la vía de la selección natural, sino de la evolución consciente vinculada a mayor eficiencia y plasticidad del cerebro por vía del conocimiento adquirido, ejercitado y versado. El potencial de la conciencia para extender la adaptación sólo se podrá cultivar mediante la adaptación consciente.

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[1] Dennett (1996, página 203), traducción mía.
[2]  “How does consciousness commence?” Frase citada por Smith (1978) en la primera línea de su ensayo sobre el origen de la conciencia, Darwin y el panpsiquismo.
[3] Decía Teilhard de Chardin: “el perro sabe, pero no sabe que sabe”, una restricción referente no sólo a la sentiencia sino a la metaconciencia, la capacidad de orden superior de detectar los propios procesos mentales y que abordaremos adelante al hablar de autoconciencia.
[4] El artículo neutro “lo” implica precisamente “la cosa” o la eseidad a la que aluden los verbos mentales enunciados. Notemos la importante  diferencia de sentido y nivel si elegimos decir “lo que se percibe, se siente, etc” pues el reflexivo “se” implica un “yo”, una auto representación privativa de criaturas con saber de sí, es decir con autoconciencia. Xavier Zubiri (1980) diría que lo que una criatura siente es la realidad misma.
[5] como la conducta de fagocitosis de la amiba.
[6] Muchos recordaremos el observar embelesados, bajo la guía de algún maestro de biología, a inquietos paramecios vivos a través de un microscopio de escuela: “Él nos introdujo/ a través de un microscopio dorado/ en la vida íntima/ de nuestro bisabuelo/ el paramecio.” Estrofa del poema  “Informe sobre la ciudad sitiada” del poeta polaco  Zbigniew Herbert de 1957 (Traducción de Xaverio Ballester, Madrid, Ediciones Hiperión, 1993. 2.ª edición, 2008).
[7] awareness en el original. La traducción del texto es mía.
[8] Traducción y subrayado míos.
[9] “La formación del humus vegetal a través de la acción de los gusanos, con observaciones de sus hábitos”. El tema abierto por Darwin roza la estética en el sentido de si ciertas producciones animales, como los nidos de las aves, o las presas de los castores pueden considerarse obras de arte en el sentido de si, más allá de lo “instintivo”, expresan un mecanismo cognitivo dúctil, consciente y creativo, como lo afirmaba el propio Darwin y lo reafirman ahora James y Carol Gould en su libro Animal Architects (Basic Books, 2012).
[10] Traducción mía. Notable el esfuerzo de Darwin en este libro para inferir la posible experiencia de la lombriz con base en la información disponible sobre sus sistemas sensoriales, capacidades motrices y fabricaciones, como las torres de lodo, además de considerar la elemental estructura de su sistema nervioso: un intento de responder a la nageliana cuestión, que abordaremos poco adelante, de qué se sentirá ser lombriz realizado casi un siglo antes de ser formulada. Una vez más Darwin se adelantó un siglo  a su época.
[11] Véase Smith (1978) y Díaz (1989) para una revisión del panpsiquismo moderno. Cabe decir que Whitehead es catalogado como panexperiencialista porque dota a las entidades elementales de fenomenología pero no de cognición, una distinción parecida a la que proponemos aquí entre qualia y quid.
[12] Más adelante analizaremos el índice de encefalización en referencia a la inteligencia y la conciencia animal.
[13] Volvemos a la retórica pregunta de Nagel (1974): ¿Qué se sentirá ser pulpo?
[14] La mayoría ubicadas en los tentáculos y no en los ganglios cefálicos llamados lóbulos ópticos: un sistema nervioso descentralizado.
[16] Por ejemplo: Griffin y Speck, 2004; Pepperberg y Lynn, 2012.
[17] Convendrá recordar la fábula de Tomás de Iriarte (1750-1791) “La mona y la urraca” dos especies que mencionamos aquí, y en la cual la urraca presume a la mona las inútiles zarandajas que guarda, a lo que la esta replica que de nada sirven, en tanto ella guarda buenos alimentos en sus buches o papadas (por lo que se puede colegir que la mona es una macaca). Lo que no se debate es la razón por la que la urraca supuestamente atesora chucherías de origen humano, tema central de “La urraca ladrona” de Rossini. La conducta de esconder comida implica una permanencia de objetos y una memoria episódica de qué-donde-cuándo además de una embrionaria teoría de la mente.
[19] En 1898 e escribía el psicólogo alemán Karl Groos (1861-1946): “Podemos asumir que una criatura, independientemente de su inteligencia, empieza a participar conscientemente (en el juego) sólo cuando la persecución y la pelea se han repetido lo suficiente para que el animal reconozca su cualidad placentera (…). En referencia a otros tipos de juego, estamos justificados en pensar que está presente esta conciencia de pretensión. (Traducción mía de la página 296 en The Play of Animalshttp://www.brocku.ca/MeadProject/Groos/Groos_1898/1898_chapter_5.html). Para Groos la conciencia de pretensión es la base evolutiva de la estética.
Es interesante agregar que Kanzi ha adquirido habilidades para fabricar herramientas de piedra mediante observación y mimesis.
[22] Douglas Hofstadter ha insistido desde los años 70 en las propiedades recursivas o “bucles” como características del pensamiento humano, en especial en Godel, Escher y Bach.
[23] Por ejemplo, el cerebro del cachalote pesa unos 8 kg y el del elefante unos 5 kg en comparación de 1.3 kg del humano. Empero, otros animales más pesados que el humano tienen cerebros menores, como la morsa (1.1 Kg), el hipopótamo(580 gr) o el caballo (530 gramos). http://faculty.washington.edu/chudler/facts.html.
[24] El neurocientífico mexicano Francisco Pellicer llama a esto el tope o frontera de la línea.
[25] La Declaración de Cambridge Sobre la Conciencia fue escrita por Philip Low y editada por Jaak Panksepp, Diana Reiss, David Edelman, Bruno VanSwinderen, Philip Low y Christof Koch. Fue proclamada en Cambridge el 7 de Julio de 2012 al final de la “Memorial Conference on Consciousness in Human and non-Human Animals” y firmada en presencia de Stephen Hawking (fcmconference.org/). La traducción de la conclusión es mía.
[26] De la misma forma que al principio de este ensayo mencionamos que no es necesario buscar una explicación adaptativa a la conciencia considerada aparte de su fundamento cerebral y correlato comportamental, tampoco será necesario buscar un mecanismo de selección para el correlato nervioso de la conciencia pues cabe suponer con bases teóricas y modelos empíricos que las dos facetas están unificadas no sólo entre sí, sino con el comportamiento (Díaz, 2007). Esto implica que los aspectos pueden tratarse por separado, pero que en todo momento se asume su unidad.

Fuente: http://cienciascognitivas.wordpress.com/2013/10/23/la-evolucion-de-la-conciencia/

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