La evolución de la conciencia
José Luis Díaz
Facultad de Medicina, UNAM
“La Materia manifiesta la propiedad de entrarse en
agrupaciones cada vez más complejas y al mismo tiempo cada vez con más
aumento de consciencia.”
Teilhard de Chardin
El fenómeno humano
Sentir y sentido
El tratamiento evolutivo de la conciencia es viable
porque esta es una facultad mental dependiente de dos características
básicas de la naturaleza viva: la excitabilidad y la sensibilidad. La
excitabilidad se refiere a la propiedad de los vivientes de activarse
por estímulos de su medio y tiene dos facetas, una objetiva en
referencia a la puesta en marcha de procesos fisiológicos por la
estimulación medioambiental, y otra subjetiva a la detección de esa
estimulación y la afección subsecuente. La misma dicotomía puede
plantearse en el caso de la sensibilidad, pues es posible medirla de
manera objetiva como respuesta patente a los estímulos o bien plantear
su faceta subjetiva si consideramos posible una acción consciente que
desencadena la estimulación. En estas dos capacidades de excitabilidad y
sensibilidad se funda la conciencia viviente la cual viene a tomar un
cariz funcional que se cristaliza al deducir que la excitabilidad y la
sensibilidad, aunque implican mecanismos fisiológicos de entrada y
salida de la información que en los organismos superiores se manifiestan
como percepción y conducta, están íntimamente ligadas y acopladas desde
los unicelulares por mecanismos sensitivo-motores. En efecto, la
detección y la reacción a los estímulos caracterizan la reactividad al
medio de la materia viva y la proveen no sólo de propiedades de
activación y respuesta, sino de sentido. La idea de sentido como
carácter correspondiente de la conciencia implica no sólo que la
respuesta o la acción de los vivientes tiene dirección y objetivo, sino
también que entraña señalización intra e inter-corporal. De esta forma,
desde la naturaleza misma de su estructura y actividad, los organismos
vivos y los fenómenos vitales sientan las bases para detectar y
responder a los estímulos de manera adecuada a ellos proveyendo a la
acción de un sentido adaptativo, factor elemental e indispensable de la
evolución darwiniana.
La conciencia no tiene que tener una función adaptativa
por sí misma más allá o independiente de las funciones nerviosas y
conductuales con las cuales está ligada o unificada, como lo manifiesta
un notable conjunto de ensayos filosóficos y psicológicos sobre la
evolución de la conciencia que hace una década ha compilado James Fetzer
(2002) en un volumen de la serie Advances in Consciousness Research.
Esto es particularmente congruente si, siguiendo y actualizando al
filósofo sefardita Baruch Spinoza, declaramos un monismo mente-cuerpo
como aspectos de una realidad única (Díaz, 2007). Más aún: la conciencia
tampoco es una propiedad independiente de la mente, sino intrínseca a
ella; no es algo fuera del conjunto de actividades cognitivas, afectivas
o volitivas que procesan información y que resultan en comportamientos
adaptativos, sino el posible carácter fenomenológico de tal conjunto.
Como veremos pronto, somos sucesores de organismos unicelulares cuyos
receptores se combinan con sustancias del medio para afectar la
locomoción. En su libro Darwin’s dangerous idea, Daniel Dennett
(1996), el filósofo cognitivista de notable erudición científica,
pregona lo siguiente en referencia a los mecanismos biológicos básicos:
Una pequeño retazo de maquinaria molecular impersonal,
irreflexiva, robótica y sin mente es la base última de toda agencia, y
por ello significado, y por ello conciencia, en el universo.[1]
¿En qué momento o periodo evolutivo se pasa de la
inconsciencia a la conciencia y cuáles son sus requerimientos? Pregunta
de difícil respuesta, pero no tanto como la formulada por el propio
Charles Darwin en 1838 con su habitual tino y audacia: “¿cómo empieza la
conciencia?”[2]
Para abordarla es necesario hacer distinciones de orden y grado. Una
distinción inicial se refiere a una conciencia básica o primaria, la
capacidad de sentir, y la extendida o de alto orden, la capacidad de saber.
Para Antonio Damasio (2000) el núcleo de la conciencia es el sentir y
se refiere a notar, detectar, advertir y experimentar afectivamente un
proceso vital; lo que denomina feeling of what happens, en tanto
que saber implica tener información disponible para la acción. Aplicar
estas distinciones a las diversas especies animales implica discernir
entre seres o criaturas sintientes y seres o criaturas sentientes.
Los seres sintientes son capaces de sentir y muestran excitabilidad,
sensibilidad y sentido, en tanto que los seres sentientes agregan a
estas capacidades la de saber, por lo que muestran señalización
comunicante, cognición, mapeo y representación. La sentiencia de
estos últimos implica capacidades para asir la realidad, resolver
problemas, aprender, almacenar información, asociar causas con efectos y
comunicarse mediante conducta. Tales capacidades tienen como fundamento
para el filósofo donostiarra Xavier Zubiri (1980) una propiedad vital
que llama suscitación y que no equivale a la simple excitación
fisiológica que depende de estructuras especializadas, sino al hecho de
que la excitabilidad y la sensibilidad establezcan la posibilidad de que
el animal entero adopte una cierta conducta de acuerdo a circunstancias
cambiantes del medio. Esto es algo muy cercano a la noción de sentido
al unificar excitación con respuesta en un organismo íntegro y en razón
de su circunstancia o, para decirlo zubirianamente, de su realidad.
Ahora bien, en relación a los seres sentientes, es
posible discernir aún más entre un saber no proposicional, cuando la
información no está codificada en forma de lenguaje,[3] y un saber proposicional recopilado en un sistema simbólico. En su libro La evolución de la conciencia
el británico Euan MacPhail (1998) llega a una conclusión que el famoso
psicólogo soviético Lev Vygotsky había adelantado y que tiene como
antecedente remoto al propio Descartes; a saber, que la aparición del
lenguaje coincide en la filogenia y en la ontogenia con la aparición de
un tipo de pensamiento que estos y otros autores identifican con la
conciencia. Probablemente MacPhail no privaría a los animales de
conciencia en su aspecto de sentir, pero sí de conciencia en forma de
saber, pues no realiza una distinción entre el saber proposicional o
declarativo y el no proposicional.
Conviene detenerse un poco más en estas distinciones
para poder aplicarlas mejor al análisis evolutivo que seguirá de la
conciencia. La separación entre sentir y saber pude quedar más clara si
la referimos mediante dos términos de larga estirpe en el latín: qualia y quid. La propiedad subjetiva de qualia (literalmente cualidad) ha sido profusamente
analizada en la filosofía de la mente (Nagel, 1976) y se refiere a la
manera como se siente o se nota el tener una experiencia y usualmente se
ejemplifica con la forma, en buena medida inefable, de cómo se siente
un dolor, se percibe un color o se vive una emoción. El quid, también un término tomado de la filosofía escolástica que podría traducirse por esencia o eseidad,
es el contenido de información que se procesa de manera consciente: lo
que una criatura percibe, siente, cree, piensa, imagina, sueña,
recuerda, quiere, elige, expresa o comunica.[4] Si bien quid y qualia
están relacionados, al grado de que algunos autores consideran que
contenido y cualidad son una y la misma cosa, para fines de análisis es
conveniente hacer una distinción entre ellos. En referencia al origen
evolutivo de la conciencia como una capacidad psicológica de actividades
fisiológicas y particularmente nerviosas, la noción de qualia requiere ser entendida como el aspecto subjetivo y cualitativo de un cuerpo viviente en progresión evolutiva hasta el Homo sapiens,
en cuyo caso la cualidad de la experiencia subjetiva debe estar en
relación con la materia y estructura mismas del cerebro humano
(Cairns-Smith, 1996). Por su parte, el quid puede ser útil para
argumentar que la conciencia confiere una ventaja adaptativa patente
porque la detección, la experiencia y la representación subjetivas de
objetos, eventos y sujetos son claves para advertir, incorporar,
descifrar y modificar el medio ambiente natural y social. Esto es así
porque el procesamiento consciente es el aspecto subjetivo de una
capacidad cerebral que está encarnada en el cuerpo y este embebido en un
medio ambiente dinámico mediante un intercambio sensitivo-motor de
información.
Dado que no es posible observar o medir objetiva y
directamente la conciencia, para inferir el grado y tipo de conciencia
en las especies animales durante el desarrollo filogenético se esgrimen
dos indicadores, uno neurofisiológico y el otro comportamental. En
términos generales se considera que el grado de desarrollo del sistema
nervioso central provee de un índice indirecto del nivel y tipo de
inteligencia y de conciencia. Veremos en este escrito que el supuesto es
en principio verosímil, pero que hay problemas serios para escoger un
indicador apropiado y aplicarlo de manera linear. Además de las
características neurofisiológicas que permiten colegir ciertos elementos
de la conciencia animal de forma comparativa entre especies, tenemos
otro índice muy provechoso en la conducta, aunque también un tanto
incierto. David Edelman, Bernard Baars y Anil Seth (2005) han reportado
que la evidencia de la conciencia animal se ha basado en estudiar
posibles sustratos anatómicos y correlatos fisiológicos de estados
conscientes pero agregan que la investigación debe incluir la valoración
de comportamientos consistentes con ellos. Todo esto nos mueve a
bosquejar sobre la conducta.
En su aspecto más objetivo la conducta está constituida
por pautas de acción de sistemas vivientes que se presentan desde los
organismos unicelulares[5]
y que integran las capacidades de excitabilidad y sensibilidad en una
respuesta motriz con sentido adaptativo. En los organismos superiores el
término de conducta se refiere a series de pautas espaciotemporales de
actividad muscular cuyos constituyentes elementales son contracciones o
estiramientos musculares que integran un proceso emergente de
movimientos y actos necesariamente correlacionados con actividad
fisiológica tanto del sistema nervioso central como del
musculo-esquelético y necesariamente en interacción adaptativa con las
cambiantes condiciones del medio (Díaz, 1985). Como sucede con la
conciencia, es preciso postular y considerar que la conducta surge de
pautas de actividad nerviosa o corresponde con ellas, pero existen
severas dificultades para dilucidarlas. Además, sucede que una
descripción física del movimiento corporal necesario en la expresión
conductual es insuficiente e insegura para inferir conciencia, a pesar
de que el comportamiento psicológica y evolutivamente más significativo
es aquél movimiento corporal organizado y diferenciado que expresa
emociones, motivaciones, representaciones, deseos, intenciones,
objetivos y significados ligados a la conciencia. Y si bien no es fácil
establecer cuales comportamientos expresan estados o procesos
conscientes y cuales no lo hacen, la asociación general de ambos en la
escala filogenética y la relación de los diversos niveles de conciencia
con la capacidad y expresión de la conducta, permite postular que a
mayor grado, destreza, expansión y flexibilidad de la expresión
conductual en una especie, mayor capacidad de procesamiento de
información consciente (Díaz, 2007). Esta asociación general puede
ocurrir también entre la capacidad cerebral y la conciencia, pero no se
trata de una relación simple como sería el volumen o el peso del cerebro
o la cantidad de unidades o pautas de comportamiento como indicadores
de capacidades conscientes.
Irene Pepperberg, una investigadora que ha estudiado por
décadas las capacidades lingüísticas y numéricas de los loros, ha
afirmado que las diversas especies exhiben diferentes niveles de
conciencia en referencia a sus nichos ecológicos y diferentes rangos o
extensiones de conciencia en referencia a situaciones particulares, como
los humanos que muchas veces no necesitan estar atentos para responder a
estímulos conocidos o controlar conscientemente su conducta en una
situación bien aprendida. Pepperberg propone que los animales muestran
una conciencia perceptual en el sentido de que se percatan de algunos
procesos de información. La conciencia dependería de ciertas habilidades
cognoscitivas, pero no se restringe a ellas de tal forma que las
homologías o convergencias en la función cerebral a través de diferentes
taxa desembocarían en una convergencia respecto a la conciencia
(Pepperberg y Lynn, 2012). Esta brillante inferencia de evolución
convergente de la conciencia vendría bien en referencia a capacidades
comunes a las diferentes especies, pero no funcionaría adecuadamente
para elucidar diferentes capacidades cognitivas y presumiblemente
subjetivas entre ellas.
Ahora bien, aunque las propiedades elementales de la
vida se presentan desde los organismos unicelulares y se acrecientan
conforme la organización biológica se hace más elaborada hasta engendrar
sistemas nerviosos y cerebros de complejidad creciente en organismos
con capacidades motrices y expresivas cada vez más complejas y
refinadas, la pregunta de si la conciencia es inherente a todo sistema
que las presenta o se restringe a ciertos grados o niveles de
elaboración se vuelve central no sólo al cuestionar sobre la evolución o
el origen de la conciencia, sino sobre su naturaleza misma.
Veremos ahora que la reflexión sobre las propiedades
vitales requeridas para la conciencia, particularmente las nerviosas y
comportamentales, provee de una plataforma de análisis fértil para
abordar tan difíciles cuestiones. Volvamos entonces la mirada al nivel
elemental de la materia viva para analizar en la siguiente sección
ciertas funciones de seres unicelulares móviles que resultan muy
ilustrativas para preguntarse si se trata de organismos autómatas
simplemente sensores o bien si tienen destellos infinitesimales de
sensibilidad. A partir de esta raíz será un interesante desafío el
trepar por el árbol filogenético de la conciencia.
Autómatas o sintientes
El paramecio es un organismo unicelular que visto al
microscopio despliega con desenvoltura las propiedades fisiológicas
anotadas arriba de excitabilidad, sensibilidad, sentido y señalización.[6]
La reacción más evidente de esto es la quimiotaxis, el movimiento
derivado de la detección de solutos en su medio acuoso y dirigido en un
sentido adecuado, sea de aproximación o de evasión, que manifiesta esa
animación sugerente de conciencia que le adjudicamos sin mayor reflexión
a los vivientes móviles. Ahora bien, se conocen en detalle los
mecanismos celulares, en particular los que involucran a la membrana,
responsables tanto de la detección mediante receptores como del
movimiento de los cilios y la señalización molecular intermediaria entre
ambos. Desde el punto de vista de la fisiología no sería necesario
postular un procesamiento consciente con lo cual la explicación de las
propiedades reactivas haría del paramecio un simple sensor de solutos
metabólicamente acoplado a una actividad de los cilios: un autómata
unicelular inanimado. No habría necesidad de plantear la pregunta de si
acaso el paramecio tiene un primordio de conciencia si no fuera porque
algo parecido puede decirse de una experiencia tan consciente como es el
dolor humano, cuya fisiología está bastante dilucidada desde los
receptores hasta la conducta sin que esto involucre o explique la
conciencia del dolor. Stuart Hammeroff (1998) defiende que el paramecio
pueda tener algo de conciencia porque, según su polémica hipótesis
cuántica, tiene un equivalente de sistema nervioso en los microtúbulos
que integran su citoesqueleto. Esta explicación no parece convincente
porque el citoesqueleto no parece ejercer funciones de señalización o
representación y si aquí menciono un posible sentir parameciano es
porque este organismo muestra capacidades fisiológicas elementales que
ligamos a la conciencia en los seres vivientes, incluida una forma
elemental de memoria al demostrarse que puede aprender a discriminar
entre diversos niveles de luminosidad (Armus et al., 2006). Sería en el
procesamiento total de información metabólica y relación de sentido con
el medio donde habría que buscar una interpretación de este posible
rasgo, y no en algún organelo.
Veamos ahora la situación de la Euglena gracilis, flagelado unicelular con una propiedad sensoria distinta: la respuesta a la luz o fototaxis. La Euglena
es capaz de reaccionar apropiadamente a la luz debido a que tiene un
agregado de moléculas fotoreceptoras integradas al estigma y un ensamble
molecular hasta el flagelo que explican tanto la sensibilidad a la luz
como el sentido direccional de la respuesta dentro de un cono de
rotación. Sin embargo, puede plantearse si la Euglena tiene
alguna sensación luminosa que acompañe a su fotosensibilidad. Ezio
Insinna (1998) responde que sí a esta pregunta, pero descarta con
detallados argumentos biofísicos que esto sea por acción de los
microtúbulos, sino por algún tipo de dinámica clásica no linear en
referencia a la activación metabólica secuencial que conecta el estigma
con el movimiento del flagelo. Concluye Insinna así:
La conducta instintiva de la Euglena que resulta
de sus capacidades automáticas sensorio-motrices (su sensibilidad) puede
ser asimilada a una forma primitiva de sentir[7].
La cuestión de cómo estas capacidades propioceptivas se relacionan a lo
que llamamos conciencia es otra historia y no puede ser respondida en
el estado actual de la investigación (p 418). Lo que nos enseña la Euglena
es que los instintos están íntimamente ligados con las capacidades
perceptivas (y propioceptivas) de la criatura animada. (p. 419).
Es interesante que Insinna retome el concepto tan aristotélico de criatura animada
pues el adjetivo remite precisa y sucintamente a esas propiedades de
excitabilidad, sensibilidad y respuesta adecuada de los vivientes que he
tratado de articular con el sustantivo de sentido, menos comprometido con un soplo, hálito o élan vital,
pero que parece apropiado si lo usamos en el contexto de activación y
respuesta. Parece también posible argumentar que si bien los modestos
protozoarios unicelulares cumplen estas condiciones fisiológicas
necesarias para la conciencia, estas no son suficientes para que surja.
Esto plantearía la necesidad de postular los mecanismos mínimos o
umbrales de la conciencia, algo que por el momento se desconoce:
Pasemos ahora a otro organismo más evolucionado, pero
del reino vegetal. A pesar de que la mayoría de las plantas no tienen
respuestas motoras rápidas a los estímulos, algunas especies son
notorias por sus movimientos reactivos, como sucede con las llamadas
carnívoras o con la respuesta inmediata al contacto de la Vergonzosa o
Sensitiva (Mimosa pudica) que parece ser un reflejo
anti-defoliador (Roblin, 1979). En esta leguminosa existe un mecanismo
de transducción que provoca la entrada de iones K+ en ciertas células
flexoras de tal manera que el medio interno se hace hipertónico y los
foliolos de la hoja se pliegan al contacto. De nuevo hay sensibilidad,
excitabilidad, sentido y señalización, a las cuales se agrega un
mecanismo de transducción intercelular. ¿Es este mecanismo suficiente
para adscribir algún tipo de experiencia a la planta, o hace falta algo
más, como el aprendizaje? En efecto, si hablamos de experiencia, el
término implica la modificación de la respuesta por el aprendizaje y
parece razonable demandar la presencia de memoria para adjudicarle
experiencia a un organismo. Pues bien, no sólo se ha probado plasticidad
conductual en la Mimosa, sino también estructuras especializadas de
conducción y motoras, propagación de potenciales eléctricos, intercambio
de iones y uso de neurotransmisores todo lo cual permitió a Sandberg
(1976) afirmar que la planta tiene una “capacidad nerviosa”; ¿sería esto
suficiente o faltaría algo más, como la existencia de sinapsis, la
conducción de señales, alguna forma de cerebro o de representación del
medio y del propio organismo?
Por lo que se conoce de su necesario papel en la
transmisión de la información nerviosa como base de las actividades
cognitivas superiores, bien podría suponerse que la presencia de
sinapsis sea crucial en la emergencia y evolución de la conciencia. Las
sinapsis aparecen hace unos mil millones de años en criaturas
pluricelulares, como son los metazoarios móviles, o los cnidarios de
simetría radial, como las medusas (Ryan y Grant, 2009). Si damos otro
paso más en la escala evolutiva y consideramos un organismo dotado de
sinapsis pero aún sin cerebro, vale la pena traducir literalmente lo que
Pani et al (2012) dicen de los gusanos bellota (Saccoglossus kowalevskii) en un número muy reciente de la revista Nature: “se entierran en la arena y sienten su entorno con una punta en forma de bellota situada en el extremo de una probóscide elástica.”[8]
Estos gusanos, que expresan como los vertebrados tres combinaciones de
proteínas en regiones comparables del embrión durante el desarrollo,
pero no producen un cerebro, ya sienten su entorno y por lo visto
no necesitan un cerebro para lograrlo. El uso del verbo “sentir” en vez
de “detectar”, “sondear” o “tantear” menos comprometidos con el
percatarse o notar propios de la conciencia, deja pocas dudas que los
autores admiten sin mayores argumentos o impedimentos la última
posibilidad en este gusano acéfalo. Esto podría parecer audaz, pero
tiene un amplio antecedente nada menos que en el último ensayo de
Charles Darwin (1881/1985) The formation of vegetable mould, through the action of worms with observations on their habits.[9] En
este notable estudio publicado un año antes de morir, el ilustrado
padre de la teoría más recia de la biología no sólo asume un grado de
inteligencia, sino afirma una subjetividad (“mental life”, “a world of
experience”) en la lombriz de tierra por su meticulosa observación de
que no fabrica moldes de hojas de manera siempre igual, una conducta
automática e instintiva, sino de acuerdo a circunstancias diversas de su
medio lo cual le sugería una sensibilidad subjetiva y una deliberación
elemental: ¡una especie de acción consciente en el gusano más ordinario!
Dice Darwin (1881: 97):
“Si los gusanos tienen el poder de adquirir alguna
noción, asaz rudimentaria, de la forma de un objeto y de sus propios
túneles, como parece ser el caso, merecen ser llamados inteligentes,
porque actúan así de manera casi igual a lo que haría un humano en
similares circunstancias.”[10]
Podríamos ascender por la escala evolutiva paso a paso
examinando la cuestión de la conciencia, pero espero que el punto esté
ya claro y tiene que ver con plantear la definición y los requisitos de
la conciencia como un problema general que pesa de manera definitiva en
la selección de la respuesta. Sin embargo este pequeño ejercicio sobre
los bichos sensores o sintientes ha mostrado que existen dos opciones
sobre la evolución primigenia de la conciencia en los seres vivos: o
adoptamos un criterio gradualista o bien otro puntuado. El criterio
puntuado se refiere a que se establezcan requerimientos necesarios, como
la memoria, las sinapsis, el cerebro, la representación o la
comunicación para adjudicar conciencia a una criatura y el segundo, que
hemos favorecido hasta este momento, de establecer criterios funcionales
básicos e indispensables como la excitabilidad, la sensibilidad y el
sentido de la respuesta para explorar sus orígenes y desarrollos. Este
criterio tiene un hálito aparentemente panpsiquista pero, si acaso es
aplicable, se trata de un psiquismo con dos severas restricciones, la
primera circunscribe la conciencia a organismos vivos animados o
dotados de sentido y la segunda les adjudica diversos grados, rangos y
expresiones de conciencia según su desarrollo anatómico, funcional y
especialmente conductual.
Es interesante anotar que varios pensadores del pasado
que se han inclinado por alguna forma de panpsiquismo evolutivo han sido
eminentes científicos, sea paleontólogos como Teilhard de Chardin,
físicos como Arthur Eddington y Erwin Schrödinger, zoólogos como
Bernhard Rensch o filósofos de formación matemática como Bertrand
Russell y en especial Alfred Whitehead[11].
El más reciente de ellos, que prefiere aplicarse la etiqueta de
panexperiencialista, es Stuart Hammeroff quien considera que la
conciencia es un factor básico de la materia que en los seres vivos
involucra un colapso de la función de onda en el citoesqueleto de las
células. Hammerof y Penrose (1996) plantean una evolución gradual de la
conciencia pero de inicio anterior a la aparición de la vida en la
tierra.
La evidencia de capacidades biológicas y el marco
teórico revisados hasta el momento permiten asignar formas tan
elementales de conciencia a organismos primitivos como lo son sus
estructuras anatómicas, reacciones fisiológicas, repertorio de actos y
versatilidad de movimientos. En la siguiente sección veremos que la
evolución de la conciencia en los seres vivos tiene una dispersión tan
amplia como la multiplicidad de las formas de los organismos que se
conoce como biodiversidad: se trata de una auténtica psicodiversidad.
Biodiversidad y psicodiversidad
Si bien existen razones para adjudicar un sentir
primordial a organismos unicelulares o pluricelulares primitivos dotados
de excitabilidad, sensibilidad y conducta con sentido en respuesta a
los estímulos del medio, también debemos agregar que diversas
estructuras y funciones amplían el rango, la amplitud y la capacidad de
respuesta y de conciencia. Hemos mencionado a la memoria y si analizamos
los requisitos más elementales para una impresión duradera, para una
modificación de la respuesta al estímulo repetido, veremos que es
indispensable un sistema intermediario de acoplamiento entre estímulos y
respuestas de largo plazo que doten de sentido derivado de la
experiencia a la conducta. Este sistema intermediario es desde luego un
sistema nervioso que no sólo posea neuronas sensoriales que permitan la
entrada de la estimulación mediante la transducción y neuronas motoras
que permitan la conducta mediante sinapsis neuromusculares, sino redes
neuronales intermedias para almacenar información sobre los estímulos y
modificar la respuesta de acuerdo a esa información. Ginsburg y Jablonka
(2007) consideran que una forma primitiva de sensación es un atributo
de las redes neurales más simples, pero agregan que hasta que estas
redes se acoplan y sujetan a la memoria y la motivación es que se
alcanzan las propiedades básicas de la conciencia. Por su parte Gerald
Edelman (2004) ha propuesto en repetidas ocasiones que la clave para la
emergencia de la conciencia en las diversas especies de mamíferos está
en le conectividad recurrente entre las zonas cerebrales de la
percepción y de la memoria. Estas redes intermedias se amplían
considerablemente a con la encefalización y se puede plantear que las
criaturas dotadas de un cerebro asociativo, es decir provisto de amplias
redes intermedias y colaterales entre entradas sensoriales y salidas
motoras, disfrutan de formas de conciencia congruentes con el desarrollo
de este órgano. La apuesta en este sentido parece en principio sensata,
pero vale la pena revisarla, pues no deja de tener escollos y enigmas.
En un trabajo ya clásico intitulado “What is it like to
be a bat?” (¿Qué se siente ser murciélago?), el filósofo Thomas Nagel
(1974) argumentó que las peculiares cualidades sensoriales de la
ecolocación mediante el sonar que despliegan los murciélagos serían
imposibles de ser experimentadas o debidamente comprendidas por los
investigadores de la conciencia. Además de esto, y sin que fuera su
objetivo central, Nagel da por sentado que este peculiar mamífero posee
esas cualidades tan propias de la conciencia subjetiva como son los qualia sensoriales. La astuta argumentación de Nagel no sólo sirvió para desatar una polémica duradera en torno a los qualia
de la conciencia, sino que plantea desde la filosofía algo que las
ciencias naturales ya habían intuido y defendido: la diversidad de la
experiencia consciente que en función de sus capacidades fisiológicas
poseen las diversas especies animales dotadas de buen cerebro y conducta
versátil y solvente.
Una robusta réplica al pesimismo de Nagel desde el
ámbito de las ciencias naturales, en particular de la veterinaria,
ocurrió en 2008 con el admirable artículo de Charlotte Burn del Royal
Veterinary College “What is it like to be a rat?” (¿Qué se siente ser
rata?), donde se revisa el extenso conocimiento que existe sobre la
percepción sensorial de la rata basada en abundantes datos
neurofisiológicos y algunos comportamentales sobre sus rangos
sensoriales, su sensibilidad a la luz, la consecuencia de poseer dos
tipos de conos en su retina, su visión ultravioleta, sensibilidad
ultrasónica o la representación en su corteza cerebral de la sensación
somática proveniente de las largas vibrisas o bigotes con los que palpa y
mapea su entorno inmediato. Burn demuestra que el extenso conocimiento
científico acumulado permite imaginar y recrear de manera informada y
potencialmente creciente como sería sentir como una rata, aunque
admitamos que no se podría sentir verdaderamente como una rata sin ser
otra rata o, si empujamos el argumento de Nagel hasta su extremo más
inútil, sin ser la misma rata. La reconvención de Burn parece muy
relevante para matizar el cuadro pesimista que presenta Nagel, pero es
posible que se haya quedado corta en el repertorio conductual y la
estrategia de comunicación que presenta la rata, además de sus
capacidades sensoriales que ella revisa con gran cuidado, pues, como
hemos repetido, finalmente la conducta es el índice más sugerente y
poderoso de actividades cognitivas, emotivas, volitivas y posiblemente
de actividades conscientes.
Tomemos en consideración el sorprendente caso de los cuervos de Nueva Caledonia (Corvus moneduloides)
que son capaces de utilizar o fabricar herramientas de una manera tan
elaborada como los simios, a pesar de que su cerebro y su coeficiente de
encefalización[12]
son relativamente escasos, aunque mayores que el resto de las aves
(Savage, 1997). Si pretendemos establecer una relación entre volumen o
peso del cerebro y capacidades como la inteligencia o la conciencia en
los cuervos y los simios, los datos no se ajustarían a una relación
linear. Aunque la fabricación de herramientas es un indicador de la
capacidad de solución de problemas tradicionalmente más ligada a la
inteligencia que a la conciencia, también es verosímil plantear una
correlación entre estas dos facultades en los seres vivos debida
precisamente a su vínculo en el conocimiento y la expresión de la
respuesta motora, es decir en la conducta.
Una criatura aún más extraña y fascinante es el pulpo (orden Octopoda en particular Octopus vulgaris),
un molusco cefalópodo de muy vieja estirpe (unos 600 millones de años) y
de notable inteligencia, pues resuelve problemas, se mimetiza, navega y
se escabulle de forma que su sugiere teoría de la mente, juega,
memoriza formas, despliega tácticas predatorias complicadas y gran
destreza en la manipulación de objetos (Nixon y Young, 2003). En
contraste con estas capacidades que sugieren una conciencia tan
desarrollada como difícil de imaginar por la distancia filogenética[13], el pulpo tiene un sistema nervioso primitivo comparado a los vertebrados dotado de unos 500 millones de neuronas[14]
en comparación con unos 86,000 millones del humano. Peter
Godfrey-Smith, un profesor de filosofía que ha pasado mucho tiempo
observando y analizando la conducta de los pulpos considera que estamos
ante una mente descentralizada en ocho entidades nerviosas
correspondientes a los ganglios de cada tentáculo y un lóbulo central,
el lóbulo óptico[15].
En base a indicadores neurofisiológicas y comportamentales David
Edelman, Bernard Baars y Anil Seth (2005) concluyen que se puede
argumentar de manera robusta sobre la conciencia de los córvidos aunque
permanece aún incierta la de los cefalópodos, precisamente los dos
órdenes que acabamos de evocar.
Por el momento no existe un índice particular o general
para medir la inteligencia o valorar la conciencia de los diversos
animales. Las observaciones y pruebas para evaluar las capacidades
motoras, perceptuales, comunicativas, lúdicas, parentales, técnicas o
estéticas proporcionan una noción de la complejidad de la inteligencia y
una intuición precaria sobre la conciencia, quizás más certera en
referencia a los contenidos que a las cualidades. Lo que parece más
seguro es afirmar que las capacidades mentales para especies
particulares no se pueden generalizar a otras y no parece correcto
mantener una jerarquía linear entre ellas pues las facultades animales
para solventar retos no sólo difieren en cantidad sino en calidad. En
efecto, a pesar de que Darwin (1872) aseveró una continuidad mental de
grado entre humanos y animales, idea aún vigente para muchos autores[16],
la evidencia actual indica que hay verdaderas brechas mentales entre
diversas especies animales, lo cual apunta a una verdadera
psicodiversidad natural en forma paralela a la biodiversidad, aunque
aceptemos que pueda existir algún grado de evolución convergente de la
conciencia en especies distantes como proponen Pepperberg y Lynn (2012).
El origen y la evolución de estos rasgos psicológicos diferenciales son
desconocidos y constituyen auténticos retos para la investigación
futura sobre el origen y desarrollo evolutivo de la conciencia (Hauser,
2009).
Yo, tú, él, nosotros…
Una de las capacidades más elaboradas de la mente humana
es la conciencia de uno mismo, llamada en ocasiones autoconciencia: el
conjunto integrado y jerárquicamente organizado de capacidades
cognitivas de auto-referencia y auto-representación. Esta capacidad tan
complicada se conoce como el “yo” desde la literatura psicoanalítica y
plantea la pregunta de cómo y cuándo se originó durante la evolución.
Para abordarla es necesario una vez más hacer distinciones de
adquisición filogénica y ontogénica de orden y complejidad ascendentes
de las diversas facultades que conforman la autoconciencia (Bermúdez,
1998; Díaz, 2007). La más básica de ellas es la sensación de la
situación, estructura y límites del propio cuerpo que comparten todas
las especies dotadas de propioceptores, sensación que se amplía hasta
integrar un mapa somatotópico en los mamíferos y una imagen corporal en
simios y humanos. Este conjunto de facultades propioceptivas está en
estrecha relación con la situación del organismo derivada de sus
sistemas sensitivo-motores que eventualmente le proporcionan una
distinción cuerpo- mundo y un punto de vista. A su vez las habilidades
de navegación en el medio forman el fundamento de lo que se conoce como
agencia y que incluye la dirección de la atención, del movimiento y la
proyección de la acción, una construcción sobre la propiedad de la
materia viva elemental que hemos denominado sentido. Estas funciones se
complementan con la metaconciencia, el conjunto de capacidades
introspectivas que permiten percatarse de los propios estados mentales,
recordar y recrear experiencias pasadas, usar efectivamente los
pronombres en primera persona, pensar sobre uno mismo, o construir una
autobiografía y saber de la propia muerte. Finalmente, en su estrato más
integral, la autoconciencia permite la autoevaluación, la inferencia de
estados mentales en otros, la empatía, la inhibición por normas y la
conciencia ética. La autoconciencia se constituye así como un sistema
complejo de diversas capacidades perceptivas, cognitivas,
representativas y motoras enlazadas que tienen una base no conceptual en
la fisiología básica y se desarrollan hasta la teoría de la mente
ajena, la conciencia de los otros y la heteroconciencia.
Hace más de 40 años que el psicobiólogo Gordon Gallup
Jr. (1970) desarrolló una supuesta prueba empírica de autoconciencia con
el registro de la conducta auto-dirigida que ciertos animales presentan
ante su imagen en el espejo, en particular la manipulación de una marca
colocada en su cuerpo y que solo pueden ver con ayuda del espejo. El
hecho de que ciertos animales de alto nivel de desarrollo cerebral y
conductual, como los chimpancés, los orangutanes, los elefantes y los
delfines presentaran esta conducta auto-dirigida mediante el espejo se
tomó como un índice de autoconciencia. Esta interpretación ha sido
largamente debatida, pero el hecho de que sólo unas cuantas especies de
patente desarrollo pasan “la prueba de la marca” refleja una capacidad
de alto nivel de procesamiento de la imagen corporal que indica al menos
algún auto-reconocimiento, un concepto quizás menos litigante que el de
autoconciencia. Ahora bien, en concordancia con lo revisado arriba,
varias especies más se han agregado recientemente a la lista de las que
pasan la prueba de la marca y entre ellas están las urracas del género Pica
(Prior, Schwarz y Güntürkün, 2008), córvidos que también se distinguen
por un buen cerebro en comparación con otras aves, porque remedan la voz
humana y porque presentan la conducta de “robar” y “esconder” objetos
humanos brillantes en su nido, quizás una temprana manifestación de
teoría de la mente.[17]
Como sucede con los casos de los cuervos de Nueva Caledonia y los
pulpos, estos datos no se ajustan a la idea de una relación linear entre
volumen o capacidad cerebral y conciencia o autoconciencia.
Pasemos ahora de la autoconciencia, de la representación
que una criatura tiene de sí misma, a la heteroconcencia: la
representación que tiene de otros. En 1982 Nicholas Humphrey propuso que
el origen de la conciencia humana dependió crucialmente de la capacidad
para atribuir y compartir experiencias en los simios y los homínidos,
en especial aquellos que vivían en grupos y dependían de ellos para
sobrevivir. La capacidad para inferir adecuadamente las emociones, las
intenciones o las motivaciones ajenas es lo que constituye la llamada
“teoría de la mente” y en los últimos lustros ha sido objeto de intensas
discusiones e investigaciones (Baron-Cohen, 1999). Existen varios
indicadores de esta capacidad que no se restringen a los seres humanos,
como son el juego, el engaño táctico y la llamada inteligencia
maquiavélica. Vale la pena repasarlos brevemente.
El juego es uno de los comportamientos más llamativos de
muchas especies animales (Bekoff y Byers, 1998) y se ha subrayado su
relevancia psicológica desde finales del siglo XIX (Groos, 1898)[18].
Implica formas de mimesis, imitación o pretensión que requieren formas
elementales de representación propia y de los otros con los que el juego
se comparte. Es difícil proporcionar una definición simple y precisa
del juego; se trata de una motricidad espontánea y compleja sin
propósito manifiesto fuera del aparente placer de su propia ejecución y
tiene manifestaciones tan diversas como el juego solitario, el
predatorio, el social y con objetos que propiamente deben ser llamados
juguetes. La función de todo tipo de juego parece ser el generar una
experiencia mediante la práctica de movimientos e interacciones pero que
tienen una característica muy peculiar al constituir una pretensión que
es gratificante en sí misma pues se realiza con intensidad y fruición a
pesar del costo energético y del peligro que entraña.[19]
El hecho de que múltiples mamíferos de diversos grados de desarrollo
encefálico manifiesten formas diversas de juego, en especial durante el
desarrollo, implica capacidades cognitivas complejas e incrementa el
desarrollo del cerebro (Bekoff y Allen, 1998), factores posiblemente
asociados a la autoconciencia y a la conciencia de los otros.
En relación evidente con el juego, el engaño táctico ha
sido definido por Byrne y Whiten (1988), sus principales analistas, como
los actos del repertorio normal de un individuo, desplegados de tal
manera que otro individuo malinterprete el significado y ejecute una
respuesta incorrecta, lo cual aventaja al emisor de la conducta. En un
texto ulterior sobre el mismo tema Byrne y Whiten (1997) han recopilado
gran cantidad de información anecdótica que deja pocas dudas de que
varias especies de buen desarrollo encefálico, en especial los simios,
realizan actos de engaño que implican teoría de la mente y
heteroconciencia. Una vez más podemos rastrear que las conductas de
engaño tienen antecedentes en animales de escaso desarrollo como los
insectos que aparentan “hacerse el muerto” cuando son manipulados, un
reflejo de inmovilidad que tiene una función adaptativa de posible
escapatoria en un trance último. Como sucede con todos los
comportamientos que hemos revisado, ocurre una escalada evolutiva de
mecanismos que parten de conductas muy simples hasta representaciones
muy complejas y que se ajustan a la idea darwiniana de selección
adaptativa. La participación de un procesamiento consciente en el engaño
táctico está planteada por Byrne y Whiten cuando definen que la
conducta maquiavélica ocurre cuando el individuo muestra tener como meta el ejecutar una conducta de engaño y parece entender
lo que origina. El engaño que acarrea intencionalidad es propiamente
llamado “mentira” entre los seres humanos y constituye una manifestación
patente de conciencia de los otros, toma de decisiones y moral
infringida.
Durante un periodo en el que estudiamos la conducta social en grupos de macacos (Macaca arctoides)
cautivos y no manipulados, fue posible establecer interacciones que
implican a tres individuos en las cuales se mostró una aparente
intencionalidad o estrategia social de largo alcance que parece requerir
planeación (Díaz 1985). Por su parte, el conocido primatólogo Frans De
Wall (1982, 1989) ha mostrado extensamente la producción y el
rompimiento de reglas y alianzas en grupos de chimpancés y en otros
animales gregarios como los elefantes.
Varias teorías e hipótesis recientes han subrayado la
importancia de la vida social y la comunicación en la génesis de
cerebros mayores y presumiblemente de autoconciencia y conciencia de los
otros. La interacción social como presión evolutiva sobre el cerebro
planteada por Robin Dunbar (2003) en el sentido que las demandas de la
convivencia en grupos complejos seleccionaron los cerebros mayores puede
ser empatada con la misma demanda como factor selectivo de la
conciencia realizada años atrás por Nicholas Humphrey (1982). La
hipótesis del cerbero social de Dunbar postula que los cerebros
voluminosos y las habilidades cognitivas de los humanos han evolucionado
mediante intensa competencia social en la cual los individuos
antagonistas desarrollan estrategias crecientemente maquiavélicas con el
fin de obtener mayor éxito social y reproductivo. La hipótesis implica
una intensa modulación entre genes, cerebro, cognición y conducta de tal
manera que la genética y el aprendizaje necesariamente están
conjuntamente implicados en su génesis y manifestación. Los genes
seleccionados controlan capacidades cerebrales-cognitivas para inventar
estrategias de aprendizaje que al diseminarse entre la población
aceleran el tiempo de evolución. La selección natural puede actuar de
manera distinta en diferentes regiones cerebrales según las especies
varíen en su hábitat y sistemas sociales. Algunas evidencias empíricas a
favor de la hipótesis del cerebro social incluyen el hecho de que la
talla del cerebro y del cerebelo se correlacionan con el número de
individuos, que el telencéfalo y el hipotálamo se correlacionen con
factores sociales o bien que la talla del telencéfalo sea mayor en
especies monógamas que en polígamas, pero menor la del hipotálamo. Hace
unos años Dunbar y Shultz (2007) postularon que las demandas de las
relaciones diádicas o de pareja fueron el factor crucial para disparar
el desarrollo evolutivo del cerebro. En sus investigaciones Dunbar ha
sido cauto en no abordar directamente el tema de la evolución de la
conciencia, pero las evidencias que hemos venido revisando en referencia
a los indicadores neurofisiológicos y de comportamiento autorizan a
utilizar sus datos en favor de la hipótesis que existen ganancias de
conciencia propia y ajena en referencia a los índices mostrados de
desarrollo de partes del cerebro y conductas o variables sociales.
En un análisis crítico sobre las múltiples
investigaciones recientes que relacionan talla cerebral con variables
socio-ecológicas en especies de vertebrados, Healy y Rowe (2007)
detallan varios problemas metodológicos en referencia a los supuestos de
las hipótesis empleadas, en especial lo que significa la talla cerebral
y la colección de los datos y que se manifiestan particularmente en los
estudios que pretenden correlacionar conductas complejas con partes del
cerebro que se sabe tienen múltiples funciones. Las autoras sugieren
que las conclusiones deben ser sustanciadas ya no mediante más
correlaciones sino mediante experimentos, lo cual lleva a evocar uno de
los mayores hallazgos de los últimos tiempos en la neurociencia
cognitiva de importe social.
El descubrimiento de neuronas que disparan cuando un
primate ejecuta una acción o cuando observa a otro ejecutarla, las
llamadas “neuronas espejo” ha provisto de una base neurobiológica que
favorece a la simulación como base de la teoría de la mente y la empatía
(Rizzolati y Sinigaglia, 2008). Estas neuronas se encuentran en la
porción inferior del lóbulo frontal, del lóbulo parietal y partes del
temporal y en conjunto forman un sistema que se considera involucrado en
la conciencia de los otros. La presencia de neuronas de este tipo en
especies de menor desarrollo puede indicar la existencia de estas
facultades.
Cultura y lengua
Hemos recorrido con forzosa brevedad el posible
desarrollo de diversos rangos de conciencia a lo largo de la evolución
biológica hasta llegar a la emergencia de la autoconciencia y de la
conciencia de los otros. Las extensas manifestaciones de la conducta
social en múltiples especies, la evidencia de engaño táctico y las
estrategias maquiavélicas de manipulación social muestran que la
conciencia de los otros juega un papel diverso y creciente en los
antropoides, desde los simios hasta los homínidos. Hemos llegado así al
borde de la cultura que implica capacidades elaboradas de conciencia
pues especifica diferencias comportamentales y cognitivas entre
poblaciones de la misma especie, diferencias que se transmiten a los
descendientes mediante imitación, enseñanza y aprendizaje, es decir a
través de procedimientos sensitivo-motores que entrañan saberes
declarativos y señales de comunicación entabladas entre individuos.
Hasta mediados del siglo pasado muchos analistas
consideraban que la conciencia y la cultura eran atributos restringidos
al humano actual y que se habían desarrollado sólo durante la
hominización. Por ejemplo, el antropólogo francés Jean Gebser (1953)
hablaba de una “conciencia arcaica” una psique indiferenciada de los
primeros homínidos (Australopithecus, Homo habilis, Homo erectus,
Neandertal, etc) caracterizada por poca conciencia de sí y una virtual
carencia de psique individual, de representaciones “formales” de la
realidad, escasez de comprensión y control de los actos mentales, de
ética, de voluntad, de tiempo y de conciencia de la muerte. El panorama
actual es muy diferente pues la investigación empírica, en especial la
observación etológica sistemática y comparativa, han probado la
existencia de estas capacidades en animales de muy distintos cerebros y
comportamientos, incluyendo fuertes evidencias de cultura.
La mayor demostración de cultura animal proviene de los
extensos estudios realizados en los últimos lustros en grupos distantes
de chimpancés (Pan troglodytes) y que se han recopilado en dos
libros (Wrangham y col., 1994; Boesch y col, 2002). Al menos cuatro
comunidades de chimpancés que viven en África oriental (Kibale y Budongo
en Uganda, Gombe y Mahale en Tanzania) y dos muy distantes en África
occidental (Boussou en Guinea y Tai Forest en Costa de Marfil) difieren
en la manifestación de una docena de conductas complejas transmitidas en
forma social como son la captura de termitas mediante la preparación de
ramas y su introducción en el termitero, el arrojar objetos, usar
piedras para romper nueces, señalar o adoptar diversas estrategias de
caza y cortejo[20].
Aunque existe una evidencia abundante y creciente del
uso de herramientas en múltiples especies animales, este comportamiento
no necesariamente constituye un índice positivo de inteligencia o de
conciencia, excepto en el caso de fabricación de herramientas, pues esta
implica mecanismos cognitivos de mimesis, planeación y creatividad. La
manufactura y demostración de herramientas en chimpancés y la
fabricación de herramientas en homínidos son conductas que revelan la
aparición de una liga entre un objeto externo y la coordinación
sensorio-motriz entre el ojo y la mano como instrumento para observar,
tocar, maniobrar, construir y usar. Esta liga constituye la semilla de
un vínculo figurado que marca la adquisición de mentalidad y
comportamiento simbólicos en especies de simios y homínidos que conlleva
un brinco adaptativo de gran magnitud y acelerada resolución. La
antropología cultural ha mantenido durante décadas la noción de que la
cultura tiene como base un patrón de significados compartidos que
asignan representaciones estandarizadas a voces, actos y objetos, en
especial a expresiones simbólicas como el lenguaje y el arte. Durante el
proceso de hominización, la comunicación social transitó de contenidos
concretos, comunicación de emociones y otras experiencias actuales
mediante voces y gestos corporales, a contenidos abstractos, es decir a
significados que trascienden el tiempo presente mediante la mímica o
adopción de comportamientos estereotípicos o rituales.
La aparición y evolución del lenguaje y su relación con
la conciencia son temas que han sido profusamente tratados y hay
consenso en el sentido de que la comunicación simbólica propia del
lenguaje requiere de procesos semánticos y conscientes para ocurrir. En
el presente trabajo hemos propuesto que en efecto existe una forma de
conciencia caracterizada por el saber proposicional estrechamente ligada
al lenguaje aunque existen formas de conciencia menos desarrolladas en
el saber no proposicional que exhiben muchas especies de vertebrados y
en el sentir y el sentido que se pueden trazar hasta formas elementales
de vida.
En referencia a la adquisición y representación del
lenguaje en especies no humanas, vale la pena recurrir a dos individuos
de especies muy distantes que han mostrado notorias habilidades de
categorización y expresión semántica y aritmética: un loro gris llamado
Alex (Psittacus erithacus) y un bonobo de nombre Kanzi (Pan paniscus).
Ambos han sido profusamente estudiados y entrenados por dedicadas y
prominentes investigadoras de las ciencias cognitivas en sus
laboratorios. Como otras similares, estas son indagaciones muy
prolongadas y técnicamente complejas, pero baste con referir que con el
apoyo de aditamentos externos los dos animales han sido capaces de
aprender y responder a símbolos abstractos; en el caso de Alex a
preguntas verbales de Irene Pepperberg (2002) sobre objetos presentes y
en el de Kanzi al interactuar con Sue Savage-Rumbaugh (1994), mediante
un tablero lexicográfico o “lexigrama” con más de 300 símbolos y al
obedecer certeramente órdenes verbales complejas.[21]
En los dos no sólo ha ocurrido una notable y creciente capacidad de
comunicación, sino que hay evidencias de comprensión simbólica, es decir
de semántica y concomitantemente de conciencia en un nivel de saber
proposicional elemental, pero indiscutible. Por ejemplo, Alex desarrolló
un vocabulario de unas 100 palabras, identificaba unos 50 objetos
distintos, reconocía hasta 7 cantidades, 7 colores y 5 formas; entendía
la diferencia entre pequeño y grande, igual y diferente, abajo y arriba.
Mediante una orden verbal podía escoger correctamente e identificar
verbalmente un objeto cuadrado y amarillo entre otros de diferentes
formas y colores. Los experimentos han sido conducidos con rigor y
control por lo que se puede afirmar que Alex y Kanzi no solo repiten o
imitan, sino que proceden, aunque de manera elemental, con base en la
razón y la abstracción lo cual sugiere que están proposicionalmente
conscientes al identificar, elegir y manejar frases y objetos.
A pesar de enormes diferencias encefálicas, fisiológicas y expresivas Alex y Kanzi aparentemente algo aprenden y saben
en un sentido proposicional. Dado que las investigaciones se llevaron a
cabo mediante arduo entrenamiento en el laboratorio quedan varias
preguntas sin respuesta adecuada, la primera se refiere a qué papel
juega esa capacidad semántica en el medio natural que haya producido su
selección, la segunda a qué papel juega esa capacidad en la consecución y
desarrollo de la conciencia sentiente, la tercera sobre su
requerimiento cerebral, en especial considerando que el loro carece en
su cerebro de un sistema lingüístico comparable a los antropoides. Estas
investigaciones han establecido una ramificación cognitiva y una
adquisición progresiva de capacidades sentientes entre diversas
especies, pero han también que persiste una brecha entre la capacidad
simbólica de los animales y los humanos pues si bien Alex, Kanzi y otros
animales entrenados en el laboratorio manifiestan capacidades antes
insospechadas de abstracción, figuración, manifestación y adscripción de
estados mentales, no han llegado a formular o expresar proposiciones de
manera espontánea que indiquen formas más elaboradas de razonamiento.
La capacidad simbólica superior tan propia de nuestra
especie también ha venido a ser extendida a otras especies de primates
por observaciones anecdóticas de tropas de simios en su medio natural.
Algunas de las conductas que sugieren formas elementales de
simbolización ritual en chimpancés y bonobos, que Harrod (2011)
considera bastantes para adjudicarles una forma de religión no humana,
son las siguientes:
- “rituales funerarios” (comportamientos inusuales, enfáticos, específicos e iterativos en referencia a la muerte y el cadáver de un congénere),
- la “danza de la lluvia” (movimientos rítmicos peculiares en el momento del inicio de las primeras lluvias de la temporada o ante una cascada),
- el “juego con muñecas” (la adopción de un objeto al que se trata como a un infante por parte de hembras chimpancés juveniles),
- la “conducta de señalar” (la dirección de la mano o del índice para llamar la atención de congéneres hacia un objeto peculiar).
Estas conductas requieren al menos de dos operaciones
cognitivas de alto nivel, usualmente asociadas a un procesamiento de
información propio de la conciencia proposicional: la abstracción y la
figuración. La abstracción implica que un objeto es sustituido por un
gesto o una voz que lo representa y la figuración se refiere a la usanza
compartida de esa señal, con lo cual están anticipados los dos
elementos del lenguaje de significante y significado. Una vez
desarrollada, es muy posible que esta facultad haya sostenido una
amplificación y diversificación muy veloz en los homínidos y que haya
sido un elemento crucial en el desarrollo exponencial del cerebro en el
género Homo (Decon, 1997) en relación estrecha al desarrollo de la conducta social y sus correlatos cerebrales (Dunbar, 2003 y 2007).
La aparición hace unos 70 mil años en grupos ya globalmente distribuidos de Homo sapiens
de representación externa de símbolos abstractos en forma de
petroglifos, pinturas rupestres o instrumentos musicales marca la
aparición de huellas externas de una simbolización y comunicación
abstracta cuyo papel en desarrollo evolutivo de la conciencia en
relación estrecha con la frontalización del cerebro ha sido
repetidamente subrayada (Dunbar, 2003). El antropólogo Roger Bartra
(2007) propone a estas manifestaciones simbólicas externas, que
caracteriza como un exo-cerebro o prótesis cultural, como un recurso
evolutivo de la conciencia humana en el sentido de que esta depende y
requiere de sistemas simbólicos externos y de que el procesamiento
simbólico tiene un asa interna de orden neurocognitivo. En un sentido
similar Julian Jaynes había argumentado en 1976 sobre el origen reciente
de la conciencia con el requerimiento del lenguaje para la memoria
episódica y especialmente con la lectoescritura. Tanto Bartra como
Jaynes probablemente no se refieren a la conciencia en sus acepciones
más elementales de sentir, sentido o sintiencia, sino a las más
elaboradas y diferenciadas que hemos identificado con la sentiencia
semántica y particularmente de metaconciencia, facultades de muy
reciente adquisición filogenética y mayor interés psicológico y
antropológico. El psicólogo neozelandés Michael Corballis (2011)
considera que la propiedad recursiva de la mente evolucionada, es decir
la capacidad de incluir estados mentales dentro de otros estados
mentales, fue el gatillo que permitió al lenguaje gestual evolucionar al
lenguaje vocal, a la metaconciencia y la acelerada evolución cognitiva
de los homínidos.[22]
Ahora bien, Colin Renfrew (2008) resalta la “paradoja sapiencial” en el
sentido que el genoma y el cerebro humanos no han cambiado mucho en los
últimos 60 mil años a partir de la dispersión de grupos humanos desde
África y que, en contraste, las sociedades y culturas humanas han
surgido y prosperado extraordinariamente después de esta fecha. La
pregunta de cuáles mecanismos cerebrales son los responsables de los
enormes cambios de conducta que las hicieron posibles se vuelve muy
trascendental. La posible respuesta demanda una especie de “arqueología
de la mente” basada en la adquisición cultural y postnatal de una
cognición, una representación y una comunicación simbólicas, como
acontece con el valor del oro y el poder de lo sagrado.
Los más antiguos indicios de expresión simbólica han
sido hallados en los grabados abstractos hallados en la gruta Blombos en
Suráfrica y datan de hace 77 mil años, en plena Edad de Piedra. Las
marcas sugieren convenciones arbitrarias ya no relacionadas a una
cognición vinculada directamente con la realidad inmediata. Al revisar
estas y otras evidencias, el neurocirujano John Oró (2004) especula que
las cuevas de Chauvet (30 mil años), las de Lascaux (17 mil años) y las
de Altamira (12 mil años) presentan señas claras de conciencia sentiente
porque exhiben figuras de animales pintadas de memoria, lo cual implica
una recreación de la percepción, figuras de máscaras que revelan
representación simbólica o simulacro y figuras humanas que implican una
autoimagen recursiva, algunas de ellas en escenas de caza o danza que
posiblemente articulan una narrativa. Agrega Oró que la preservación de
los homínidos probablemente favoreció la aparición de una representación
del mundo basada en la memoria por medio de la cual el individuo
pudiera navegar con ventaja en el medio y evaluar los resultados de sus
acciones. El mismo autor cita que en su libro Origins of Minds,
La Cerra y Bingham (2002) consideran altamente adaptativas a este tipo
de representaciones al estar basadas en circuitos neuronales que generan
soluciones en coordinación directa con las condiciones del medio, las
necesidades alimentarias y la historia de cada individuo. En referencia a
la experiencia de agencia y voluntad, Pablo Quintanilla (2011)
argumenta que se trata del producto convergente de varias funciones
cognitivas que tienen valores adaptativos claros como son la
inteligencia social, la meta-representación, la simulación, la memoria
episódica, el lenguaje y la deliberación.
Encefalización y concienciación
A lo largo de este ensayo hemos repasado y repensado la
evolución de diversos rasgos, aspectos y niveles de la conciencia
manteniendo como telón de fondo las propiedades vitales de
excitabilidad, sensibilidad y sentido que se integran con la aparición y
desarrollo de sistemas nerviosos centrales y en particular de los
cerebros que permiten un comportamiento variado y pulido. El vínculo
entre conciencia y cerebro se hace patente cuando podemos aplicar las
mismas proposiciones funcionales a ambos. Por ejemplo, si formulamos
como premisa neuroevolutiva que los cerebros han evolucionado para
procesar información, lo cual habilita mejor a la criatura para resolver
problemas, lo cual contribuye a su adaptación, bien podríamos afirmar
algo similar de la conciencia en su aspecto de quid o contenido
de información. De manera similar si afirmamos que la complejidad del
cerebro está evolutivamente ligada a la versatilidad de la conducta y de
la cognición, podríamos agregar a la complejidad del procesamiento
consciente de información como un cuarto factor en esta concatenación en
la cual suponemos que los cuatro no sólo están relacionados sino
procesalmente consolidados en los organismos y los individuos (Díaz,
2007). Si en tiempos recientes se ha destacado el aspecto neurobiológico
de la ecuación esto es debido a que el estudio del cerebro proporciona
índices morfológicos, fisiológicos y fósiles que permiten mediciones
objetivas de una encefalización que suponemos correlacionada con la
conducta, la mente y la conciencia las cuales no dejan huellas
perdurables hasta el advenimiento de la simbolización externa. Cuando
William Calvin (2004) afirma que se requiere de un proceso
neurobiológico sobre el que opere la selección para que un proceso
evolutivo pueda dar origen a la conciencia suponemos que no
necesariamente plantea una reducción de la conciencia, la mente y el
comportamiento a la estructura y procesamiento cerebrales, sino que
favorece esta perspectiva por su patente objetividad. En un sentido
similar a la propuesta del darwinismo neuronal de Gerald Edelman (1987),
Calvin considera que existen “códigos cerebrales” de alguna forma
equivalentes al código genético que permiten la reproducción y selección
de actos mentales. Los códigos se copian y compiten entre ellos lo cual
haría del cerebro una “máquina darwiniana”.
En la actualidad varias neurociencias bien provistas abordan al menos tres grandes temas sobre la evolución cerebral: la neuroanatomía comparada considera la cuestión de qué cambios ocurrieron en la organización y la función del cerebro a través del tiempo; la neuropaleontología intenta responder a cuándo ocurrieron y la neurobiología evolutiva
a cómo ocurrieron. La pregunta de porqué ocurrieron requiere de las
tres anteriores y de una evaluación de contextos y estrategias, como lo
han resaltado Pepperberg y Lynn (2012). La integración en curso de la
psicología comparada y la biología evolutiva responderá en el futuro a
muchas preguntas referentes a la distribución e historia de rasgos
cognitivos superiores y a entender los procesos que acarrearon su
evolución.
En general parece permisible considerar que a mayor
tamaño del cerebro, mayor número de neuronas e interconexiones, mayor
capacidad para procesar información, para construir representaciones y
para el procesamiento sensitivo-motor que estipula una conducta cada ver
más más elaborada, más versátil, más ajustada al medio y por ello más
eficaz. De esta forma se ha llegado a inferir que la inteligencia y la
conciencia relacionadas a la capacidad cerebral deben conferir una
ventaja adaptativa que haya resultado en la selección de Homo sapiens
en los últimos 300 mil años. La investigación y la teorización en este
sentido se ha centrado en la búsqueda de medidas cerebrales para mostrar
al ser humano como el más dotado de las especies (Cairó, 2011). La más
tosca y patente de esas medidas es el tamaño y peso del cerebro, pero no
puede tomarse de manera cruda, pues tiene una relación forzosa con la
talla del cuerpo: los mamíferos mucho más grandes que el humano suelen
tener cerebros también más pesados.[23]
Para llegar a una norma más certera se han desarrollado varios índices y
el más elemental es la proporción peso del cerebro / peso del cuerpo
con la cual, por ejemplo, el humano y el ratón resultan empatados en una
proporción cerebral de ± 1:40 en relación al peso corporal.
Hace ya casi 40 años que Harry Jerison (1973), el
paleo-neurólogo de la UCLA, realizó un análisis comparativo de este
índice en muchas especies de vertebrados con una progresión logarítmica
linear al graficar las dos variables, indicativa de que a mayor peso del
cuerpo mayor peso del cerebro. Pero además de esta previsible relación,
la gráfica manifiesta un revelador ascenso filogenético donde las
especies más recientes y desarrolladas aparecen en la porción derecha y
superior (figura 1). Ahora bien, esta manera de desplegar los datos
sigue colocando a varias especies de gran envergadura como el elefante y
la ballena en una situación superior a los seres humanos por el hecho
de que tienen cuerpos y cerebros mayores. Como se pretende encontrar un
índice que se ajuste a la intuición de que los humanos se encuentran en
la cúspide de esta relación, la simple proporción cerebro/cuerpo no
constituye un indicador preciso de inteligencia o conciencia de las
especies consideradas, aunque los cetáceos y los paquidermos ciertamente
muestren capacidades y estrategias cognitivas de alto desarrollo.
Si observamos los datos de la gráfica notaremos que la
línea de correlación expresa una relación significativa en promedio de
todas las especies analizadas y también apreciaremos que varias de ellas
se colocan por arriba de esta línea implicando que el peso de su
cerebro excede el que cabría esperar en referencia al resto de las especies estudiadas. Para valorar este desplazamiento Jerison elaboró un coeficiente de encefalización
que ha resultado más acorde con las expectativas y por ello más
aceptado en la comunidad de los neurocientíficos evolutivos. El
coeficiente evalúa el peso encefálico que un individuo o una especie debería tener según su peso corporal (valor
esperado) al compararlo con su peso encefálico real (valor encontrado).
El índice entre el valor esperado y el encontrado es el índice o coeficiente de encefalización de
tal manera que un peso del encéfalo por encima del esperado podría
indicar una masa “excedente” disponible para tareas cognitivas y pone
efectivamente al humano en la parte superior de la lista (tabla I)
seguido de especies que han mostrado resolución de problemas,
auto-reconocimiento, fabricación de herramientas y demás comportamientos
de alto nivel de integración. He aquí el índice de encefalización en 12
especies tomando en cuenta que el valor de 1que manifiesta el gato
sería el promedio esperado para todas las analizadas.
Humano
|
7.6
|
Delfín
|
5.3
|
Chimpancé
|
2.4
|
Mono rhesus
|
2.1
|
Gorila
|
1.6
|
Elefante
|
1.3
|
Perro
|
1.2
|
Gato
|
1.0
|
Caballo
|
0.9
|
Ratón
|
0.5
|
Rata
|
0.4
|
Zarigüeya
|
0.2
|
Luego de revisar con detalle los índices externos de
cognición, Osvaldo Cairó, (2011), concluye con una nota precautoria en
referencia a que el coeficiente de encefalización no se puede tomar como
un indicador directo de inteligencia o de cognición. Esta reserva es
psicobiológicamente válida. Por ejemplo, la talla del cerebro no es un
índice muy justo de la cognición pues incluye regiones, como el tallo
cerebral, que no intervienen mucho en ella. Sería preferible comparar
ciertas regiones cerebrales entre sí y dentro de un filo o taxa para
llegar a indicadores cerebrales más significativos de inteligencia,
cognición o conciencia. Pero no se trata sólo de tamaños del cerebro o
de sus regiones pues, como hemos visto, las investigaciones recientes
sobre rasgos cognitivos tan humanos y ligados a la conciencia como la
memoria episódica y la teoría de la mente han mostrado que los cuervos y
los pericos son superiores a otras aves y en ocasiones a los simios. Es
posible entonces que los cerebros relativamente chicos de estas
inteligentes aves hayan alcanzado una arquitectura tan eficiente que la
equipare a la neocorteza de los primates y que algo similar ocurra en el
aún más escaso, distribuido y aparentemente primitivo sistema nervioso
del pulpo.
El zoólogo inglés Nathan Emery ha contribuido de manera
excepcional para entender las similitudes entre las aves y los simios
que comparten habilidades cognitivas como adaptaciones para resolver
problemas sociales y ecológicos que les son comunes. Los córvidos y los
loros tienen una neocorteza (el llamado neopallium) de magnitud relativa
similar a los grandes simios, viven en grupos sociales complejos,
tienen un largo periodo de maduración y muestran una inteligencia
comparable a ellos (Emery y Clayton, 2004). Emery sugiere que las
regiones del cerebro anterior de aves y mamíferos pueden ser
funcionalmente similares en el sentido de que converjan en cuanto a su
función cognitiva. La evidencia producida o recopilada por este autor
sugiere que la cognición compleja y probablemente la conciencia en su
forma de saber ha evolucionado en especies de cerebros muy distintos a
través de un proceso de convergencia evolutiva cuya base neural en buena
medida se desconoce. En la misma dirección apuntan las investigaciones
del biólogo Louis Lefebvre de Mc Gill al mostrar correlaciones
significativas entre las conductas flexibles de innovación y la talla
del cerebro en diferentes especies (Lefebvre, Reader y Sol, 2004).
Parece permisible concluir que ocurren desarrollos de conciencia e
inteligencia en diversas ramas de la psicodiversidad animal que alcanzan
niveles superiores para esa rama particular[24] y por evolución convergente expresiones de inteligencia o conciencia comparables a los de otros linajes.
La recién proclamada Declaración de Cambridge Sobre la Conciencia (2012)[25] concluye de la siguiente forma:
“La ausencia de neocorteza no previene a un organismo
para experimentar estados afectivos. La evidencia convergente indica que
los animales no humanos tienen los sustratos neuroanatómicos,
neuroquímicos y neurofisiológicos de los estados conscientes, en
conjunción con la capacidad para exhibir conductas intencionales. En
consecuencia, el peso de la evidencia indica que los humanos no son los
únicos en poseer los sustratos neuronales que generan conciencia. Los
animales no humanos, incluyendo todos los mamíferos y las aves, así
como muchas otras criaturas como los pulpos, también poseen esos
sustratos neurológicos.”
Además de concurrir con el estimable espíritu bioético
de esta Declaración, debemos apuntar que su principal dificultad
empírica es que por el momento se desconocen los sustratos nerviosos de
la conciencia. Parece así evidente que el tema medular respecto al
cerebro y la conciencia en su perspectiva evolutiva es el correlato
cerebral de la conciencia, pues sería necesario estipular de qué forma
esta función, por el momento hipotética, fue seleccionada por sus
ventajas adaptativas.[26]
Recientemente han predominado teorías neurodinámicas de la conciencia
en sustitución de nociones modulares o de áreas cerebrales específicas
como sus fundamentos nerviosos. En efecto, para que surja un
procesamiento consciente de información es necesario un enlace de
funciones nerviosas relativamente segregadas en diversos módulos
predominantemente sensoriales, motores, afectivos, cognitivos o
volitivos. Esto sucede con la sincronización eléctrica de diversas áreas
encefálicas en ritmos de la banda gamma, es decir alrededor de 40 Hz
(Crick y Koch, 1990), una hipótesis que ha sido empíricamente
corroborada en diversos paradigmas experimentales que involucran
actividades conscientes.
En vista de que he propuesto una función dinámica
trans-modular tipo enjambre o parvada como correlato nervioso de la
conciencia, función que cumpliría con los requisitos del enlace y la
disponibilidad global de información (Díaz, 2007), el tema que ahora me
ocupa exige analizar el enjambre desde el punto de vista evolutivo.
Existen adaptaciones de gran importancia que implican la coordinación de
varios sistemas corporales, como sucede con la termorregulación o la
función inmunológica. En el caso de la conciencia debe ocurrir una
coordinación sensorio-motriz que involucre al organismo entero, pero
para ello suponemos se requiere un enlace de los diferentes módulos del
cerebro manifestada en forma de enjambre coherente de actividad
neuronal. Dado que al parecer existen diversos niveles y rasgos de
conciencia a lo largo de la evolución y en estrecha relación con la
complejidad morfo-funcional del cerebro y la capacidad y eficacia de la
conducta, se sigue que aquellas especies que presenten un fenómeno
funcional del sistema nervioso con características de enjambre pueden
estar dotadas de un tipo de conciencia sentiente más allá del sentir de
todo organismo viviente. En este sentido es relevante mencionar que
mediante técnicas electrofisiológicas, imágenes multicelulares de calcio
y análisis de poblaciones neuronales, el grupo del neurofisiólogo
mexicano José Bargas ha revelado una propagación coherente de actividad
nerviosa en forma de sincronizaciones, transiciones, rutas y
trayectorias en microcircuitos de rebanadas del cuerpo estriado
(Carrillo-Reid et al, 2011). Este importante hallazgo de un enjambre de
actividad neuronal a escala media puede implicar que cerebros
relativamente poco desarrollados y aparentemente rudimentarios, como el
del pulpo, puedan manifestar un enjambre dinámico de actividad
multineuronal en relación con sus notables habilidades motoras y
cognitivas y posiblemente en correlación con algún tipo de conciencia
sentiente. La hipótesis del enjambre puede cumplir así con un requisito
evolutivo difícil de satisfacer: contar con un posible correlato de
conciencia sentiente que dé cuenta de las expresiones de inteligencia y
de conciencia que despliegan criaturas de organización nerviosa muy
diferente.
Colofón: evolución consciente
Como todo fenómeno de la vida, la evolución
de la conciencia está a prueba y sigue en marcha. Varios de los
atributos más ampliados, sagaces y penetrantes de la conciencia humana
pueden acrecentarse mediante diversos procedimientos y técnicas, muchos
de ellos seleccionados y especificados en centenarias o aún milenarias
tradiciones científicas, estéticas y contemplativas. Algunos de esos
aspectos susceptibles de ser acrecentados y que pueden impulsar la
evolución de la conciencia humana son las capacidades de la
autoconciencia, en especial las relacionadas con el control de la
atención, la voluntad y el comportamiento, el desarrollo de la
conciencia de los otros, de la alteridad y la conciencia del entorno así
como el desarrollo de estados amplificados de cognición y niveles
superiores o refinados de conciencia. La evidencia de que en el
transcurso de la evolución biológica los mecanismos darwinianos han dado
paso a dispositivos de transmisión cultural de la información hace
posible afirmar que la evolución ulterior de la conciencia humana no
dependerá necesariamente de una progresiva encefalización por la vía de
la selección natural, sino de la evolución consciente vinculada a mayor
eficiencia y plasticidad del cerebro por vía del conocimiento adquirido,
ejercitado y versado. El potencial de la conciencia para extender la
adaptación sólo se podrá cultivar mediante la adaptación consciente.
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[1] Dennett (1996, página 203), traducción mía.
[2]
“How does consciousness commence?” Frase citada por Smith (1978) en la
primera línea de su ensayo sobre el origen de la conciencia, Darwin y el
panpsiquismo.
[3]
Decía Teilhard de Chardin: “el perro sabe, pero no sabe que sabe”, una
restricción referente no sólo a la sentiencia sino a la metaconciencia,
la capacidad de orden superior de detectar los propios procesos mentales
y que abordaremos adelante al hablar de autoconciencia.
[4]
El artículo neutro “lo” implica precisamente “la cosa” o la eseidad a
la que aluden los verbos mentales enunciados. Notemos la importante
diferencia de sentido y nivel si elegimos decir “lo que se percibe, se
siente, etc” pues el reflexivo “se” implica un “yo”, una auto
representación privativa de criaturas con saber de sí, es decir con
autoconciencia. Xavier Zubiri (1980) diría que lo que una criatura siente es la realidad misma.
[5] como la conducta de fagocitosis de la amiba.
[6]
Muchos recordaremos el observar embelesados, bajo la guía de algún
maestro de biología, a inquietos paramecios vivos a través de un
microscopio de escuela: “Él nos introdujo/ a través de un microscopio
dorado/ en la vida íntima/ de nuestro bisabuelo/ el paramecio.” Estrofa
del poema “Informe sobre la ciudad sitiada” del poeta polaco Zbigniew
Herbert de 1957 (Traducción de Xaverio Ballester, Madrid, Ediciones
Hiperión, 1993. 2.ª edición, 2008).
[7] awareness en el original. La traducción del texto es mía.
[8] Traducción y subrayado míos.
[9]
“La formación del humus vegetal a través de la acción de los gusanos,
con observaciones de sus hábitos”. El tema abierto por Darwin roza la
estética en el sentido de si ciertas producciones animales, como los
nidos de las aves, o las presas de los castores pueden considerarse
obras de arte en el sentido de si, más allá de lo “instintivo”, expresan
un mecanismo cognitivo dúctil, consciente y creativo, como lo afirmaba
el propio Darwin y lo reafirman ahora James y Carol Gould en su libro Animal Architects (Basic Books, 2012).
[10]
Traducción mía. Notable el esfuerzo de Darwin en este libro para
inferir la posible experiencia de la lombriz con base en la información
disponible sobre sus sistemas sensoriales, capacidades motrices y
fabricaciones, como las torres de lodo, además de considerar la
elemental estructura de su sistema nervioso: un intento de responder a
la nageliana cuestión, que abordaremos poco adelante, de qué se sentirá
ser lombriz realizado casi un siglo antes de ser formulada. Una vez más
Darwin se adelantó un siglo a su época.
[11]
Véase Smith (1978) y Díaz (1989) para una revisión del panpsiquismo
moderno. Cabe decir que Whitehead es catalogado como panexperiencialista
porque dota a las entidades elementales de fenomenología pero no de
cognición, una distinción parecida a la que proponemos aquí entre qualia y quid.
[12] Más adelante analizaremos el índice de encefalización en referencia a la inteligencia y la conciencia animal.
[13] Volvemos a la retórica pregunta de Nagel (1974): ¿Qué se sentirá ser pulpo?
[14]
La mayoría ubicadas en los tentáculos y no en los ganglios cefálicos
llamados lóbulos ópticos: un sistema nervioso descentralizado.
[16] Por ejemplo: Griffin y Speck, 2004; Pepperberg y Lynn, 2012.
[17]
Convendrá recordar la fábula de Tomás de Iriarte (1750-1791) “La mona y
la urraca” dos especies que mencionamos aquí, y en la cual la urraca
presume a la mona las inútiles zarandajas que guarda, a lo que la esta
replica que de nada sirven, en tanto ella guarda buenos alimentos en sus
buches o papadas (por lo que se puede colegir que la mona es una
macaca). Lo que no se debate es la razón por la que la urraca
supuestamente atesora chucherías de origen humano, tema central de “La
urraca ladrona” de Rossini. La conducta de esconder comida implica una
permanencia de objetos y una memoria episódica de qué-donde-cuándo
además de una embrionaria teoría de la mente.
[19]
En 1898 e escribía el psicólogo alemán Karl Groos (1861-1946): “Podemos
asumir que una criatura, independientemente de su inteligencia, empieza
a participar conscientemente (en el juego) sólo cuando la persecución y
la pelea se han repetido lo suficiente para que el animal reconozca su
cualidad placentera (…). En referencia a otros tipos de juego, estamos
justificados en pensar que está presente esta conciencia de pretensión.
(Traducción mía de la página 296 en The Play of Animals, http://www.brocku.ca/MeadProject/Groos/Groos_1898/1898_chapter_5.html). Para Groos la conciencia de pretensión es la base evolutiva de la estética.
Es interesante agregar que Kanzi ha adquirido habilidades para fabricar herramientas de piedra mediante observación y mimesis.
[22]
Douglas Hofstadter ha insistido desde los años 70 en las propiedades
recursivas o “bucles” como características del pensamiento humano, en
especial en Godel, Escher y Bach.
[23]
Por ejemplo, el cerebro del cachalote pesa unos 8 kg y el del elefante
unos 5 kg en comparación de 1.3 kg del humano. Empero, otros animales
más pesados que el humano tienen cerebros menores, como la morsa (1.1
Kg), el hipopótamo(580 gr) o el caballo (530 gramos). http://faculty.washington.edu/chudler/facts.html.
[24] El neurocientífico mexicano Francisco Pellicer llama a esto el tope o frontera de la línea.
[25]
La Declaración de Cambridge Sobre la Conciencia fue escrita por Philip
Low y editada por Jaak Panksepp, Diana Reiss, David Edelman, Bruno
VanSwinderen, Philip Low y Christof Koch. Fue proclamada en Cambridge el
7 de Julio de 2012 al final de la “Memorial Conference on Consciousness
in Human and non-Human Animals” y firmada en presencia de Stephen
Hawking (fcmconference.org/). La traducción de la conclusión es mía.
[26]
De la misma forma que al principio de este ensayo mencionamos que no es
necesario buscar una explicación adaptativa a la conciencia considerada
aparte de su fundamento cerebral y correlato comportamental, tampoco
será necesario buscar un mecanismo de selección para el correlato
nervioso de la conciencia pues cabe suponer con bases teóricas y modelos
empíricos que las dos facetas están unificadas no sólo entre sí, sino
con el comportamiento (Díaz, 2007). Esto implica que los aspectos pueden
tratarse por separado, pero que en todo momento se asume su unidad.
Fuente: http://cienciascognitivas.wordpress.com/2013/10/23/la-evolucion-de-la-conciencia/
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